Capítulo 4 Parte 3

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El glaciar estaba frente a sus ojos, y cada uno de los presentes entrecerró los ojos para que el radiante sol que rebotaba sobre la nieve no les cegara. Marina Atzín observó en la lejanía el horizonte, y casi le parecía que la curvatura del planeta le era visible. A los lejos otras montañas, nubes y bosques enteros esperando ser explorados. La diosa se sostuvo del brazo de la mujer que tenía a su lado, aquella que era su prometida y que ni siquiera lo sabía. Al Este el estado de Puebla, tierras que Marina no había visto en siglos. Abrió muy bien los ojos para buscar en el horizonte los enormes edificios que le había descrito Quetzalli, pero por más esfuerzo que hizo no dio con las altas torres de concreto que tanto ansiaba contemplar.

La Gente de las Nubes tuvo que subir a pie algunas provisiones, pues los caballos no pudieron subir a partir de un sendero complicado, así que les dejaron amarrados en un sitio mucho más abajo. Tláloc llevaba consigo el rifle con forma de serpiente dorada, y con tan sólo desearlo, el objeto se transformó en un bastón alargado con el que se ayudó para llegar hasta el borde del cráter del volcán en el que estaban. Al fondo de la precipitación de roca estaba la roca volcánica seca, pues el gigante de roca llevaba dormido muchos años y ya no representaba un peligro para la población. Tláloc alzó su bastón al cielo y comenzó a darle vueltas, como si batiera con él los vientos. Las nubes se arremolinaron entorno al volcán y el cielo entero se tornó gris. El viento frío hizo lo suyo, y el agua que estaba dentro de las nubes no pudo soportar más su propio peso, cayendo en forma de gotas de lluvia sobre el cráter, llenándolo como si fuera un charco.

El nivel del agua subió y subió, creando una laguna en la cima del volcán. Cuando Tláloc estuvo satisfecho con su creación, ordenó a la lluvia que parase. Fue el primero de la expedición que comenzó a bajar por la ladera del cráter, decidido a sumergirse en el agua del lago recién formado. La Gente de las Nubes, los Tlaloques y Coyote Viejo le siguieron, con la misma seriedad y naturalidad en cada paso, como aquel que cruza el umbral de una puerta cualquiera. Marina Atzín estaba acostumbrada también a usar el agua como portal hacia sitios lejanos, por lo que Quetzalli fue la única que jamás había contemplado semejante cosa. Marina le extendió la mano y juntas caminaron hasta la orilla del lago, en donde Tláloc entró caminando, sumergiéndose en el agua hasta que esta lo cubrió por completo, y siguió caminando sin el temor de ahogarse hasta dar con la parte más profunda.

El agua mojó los tobillos de Quetzalli, era fría y le hizo tiritar tan pronto la tocó. Marina insistió en llevarla más profundo, sosteniendo su mano con fuerza e indicándole que no tuviera miedo. Quetzalli sostuvo la respiración en cuanto sintió que el agua estaba llegando a su cuello. Abrió los ojos una vez estuvo sumergida y allí descubrió que el agua era cálida y que podía respirar debajo de ella. No soltó la mano de Marina Atzín, siguiéndola como un cordero perdido y asustado, con la mirada fija en lo más profundo del lago, en donde una luz brillaba con intensidad. Tláloc desapareció justo allí, seguido por los Tlaloques que iban jugando y empujándose mientras bajaban hasta lo más profundo. Uno de los hombres de la Gente de las Nubes incluso llevaba una olla con tamales sumergida bajo el agua, e iba platicando con su compadre utilizando palabras altisonantes tras cada tres palabras de una forma jocosa y con ingenio.

La luz al centro del lago calentó el cuerpo de Quetzalli y le reconfortó después de una caminata por el glaciar. Era tan intensa que tuvo que cerrar los ojos cuando estuvo frente a ella, confiando en que Marina le guiaba por el rumbo correcto. La diosa le indicó que podía abrir los ojos, y cuando el Tlalocan estuvo frente a los ojos de la humana, necesitó darse un respiro para no irse de espaldas por la impresión. Había emergido de una pequeña laguna en lo alto de una montaña, desde la cual podía observarse el reino entero de Tláloc. De la montaña bajaba un río de aguas cristalinas en donde los peces y las jaibas azules jugaban. El río se transformaba en varias cascadas que caían a un mar infinito, en donde una lluvia eterna muy fina, cálida y agradable bañaba la ciudad que aparecía como un espejismo ante los ojos de los expedicionarios de Casa Tláloc.

Casa TlálocDonde viven las historias. Descúbrelo ahora