San Andrés Tuxtla era un oasis de civilización en medio de la jungla veracruzana, en donde la ganadería iba tomando terreno a la agricultura y poco a poco la selva se veía recluida a las afueras de la localidad. Las gentes que habitaban el pueblo estaban aisladas del resto del mundo, lejos de la costa y lejos de la capital del estado, creando su mundo propio dentro del mar vegetal. Fue por esta lejanía y falta de contacto con el exterior que la independencia de la corona española fue noticia hasta mucho después de que los insurgentes marcharon en la capital del país, y la revolución de 1910 no se vivió con la misma intensidad que en el resto de la nación. Era para muchos un mundo similar al que García Márquez había descrito en sus novelas; era un verdadero paraíso ante los ojos de cualquier persona que habitara en la ciudad, siempre llena de ruido y ajetreo.
San Andrés era un pueblito con plaza central, rodeada por la parroquia, el palacio municipal y un mercado de abastos cuya actividad se daba en las primeras horas de la mañana. Los habitantes se conocían bien los unos a los otros y en vez de dar indicaciones para llegar a un sitio usando nombres de calles, mencionaban el apellido de las familias que habitaban por esos rumbos. Las tradiciones del pasado se habían matrimoniado con las costumbres modernas, en donde la Virgen de Guadalupe protagonizaba muchas de las ceremonias, rodeada aún por un aura de misticismo de la época de los grandes dioses.
Un arroyo, de nombre Tajalate, recorría el pueblo de San Andrés bajando desde las montañas, en donde el agua era abundante. Cerca de un sitio llamado Cerro del Venado, se alzaba una cruz y una bandera tricolor de la república mexicana. El lábaro patrio ondeaba con la imagen del águila devorando a la serpiente, recordando aquel momento en que el dios Huitzilopochtli le dijo a su gente que fundaran un imperio en el sitio donde vieran a ese animal. Y a los pies de la bandera estaba un pequeño y diminuto altar, como una casita de ladrillo con rejas, en donde descansaba la figura de la Virgen de Guadalupe, con dos veladoras encendidas en su nombre. Era casi que de alguna forma, la madre Coatlicue Tonantzin, en forma de la madre de Jesús, velara a su hijo Huitzilopochtli, el águila devorando a la serpiente, en una completa complicidad sobre su verdadera identidad.
Y a las faldas del cerro del venado se podía llegar a una pequeña laguna inaccesible en automóvil, la cual recibió el nombre de Laguna Encantada, porque durante la época de lluvia disminuía su nivel y durante temporada seca aumentaba su nivel, como si la naturaleza misma se burlara de la comprensión científica del mundo que los hombres siempre presumían. Pero para aquel que era observador y que conocía bien el pueblo de San Andrés, el encanto de la laguna tenía explicación.
Allá junto al agua se había edificado una casita de madera de color azul aqua, muy modesta y sin electricidad, en donde podía verse a una mujer con falda color de jade tarareando canciones dulces mientras cuidaba de su huerto en donde sembraba calabaza, chayote, papa y algunas flores. La mujer parecía nunca envejecer, y algunos lugareños juraban que la habían visto en alguna ocasión ostentar una caballera tan azul como el agua de la laguna, casi del mismo color que sus ojos, y en la cabellera pudieron ver por una milésima de segundo un pequeño pez que nadaba sobre rizos acuáticos. Muchos hombres habían intentado cortejarla, llevándole las orquídeas más hermosas de la zona, cantándole sones con sus guitarras jaranas y batiéndose en duelo contra otros enamorados dispuestos a tener aunque fuese un poco de esa hermosa mujer. Ella sólo reía y se alejaba cantando huapangos, ayudando a otras mujeres de la zona a bordar sus propios vestidos. A esta amable y dulce señora le llamaban Doña Ameyalli, porque ella decía que estaba casada, aun cuando nadie había visto a su marido jamás.
Tenía una hija a la que llamaba Marina Atzin, y a la cual nunca se le vio asistir a la escuela. Aparentaba tener más de dieciocho años, aunque su altura no fuese acorde a la de una mujer adulta. La muchacha Marina se la pasaba días enteros sentada frente a la laguna, en una mecedora, mientras tocaba un arpa de forma habilidosa, platicando con un tecolote que le observaba desde las ramas. Al ser igual de hermosa que su madre, los jóvenes de la zona le pretendían, pero desistían cuando le veían hablar con el ave, convencida de que ésta le entendía. Se corrió el rumor de que Marina Atzin estaba loca, y que por esa razón nadie le vio jamás en la escuela. Cuando la muchacha no estaba en las inmediaciones de la laguna, salía a pasear sola por las calles del centro del pueblo, comprando en el mercado los encargos que su madre había anotado en una lista. A diferencia de otras chicas de su edad, Marina Atzin no tenía interés en la música moderna, ni en hablar por teléfono celular con otras gentes. Compraba pescado casi a diario, saboreándose las mojarras que descansaban sobre hielo en el mercado, aún llenas de escamas y con sus ojos vacíos que miraban fijamente a la clientela.
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Casa Tláloc
FantasyLa gran era de los dioses mexicas ha terminado. Los conquistadores trajeron consigo a sus deidades: la cruz, la virgen y el mesías. Ante esta realidad, han sido distintas las reacciones de los antiguos dioses. Algunos llevan vidas mundanas y otros m...