Capítulo 7 Parte Final

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Catemaco era un pueblo bastante popular fuera del estado de Veracruz, aunque no por su atractivo turístico. No era la selva ni sus construcciones lo que daba fama a este pueblo; eran sus brujas y brujos. Hombres y mujeres que dedicaban su vida entera a las artes místicas y a los rituales ocultos. Quizás la población de hechiceros más grande del país, todos reunidos en un mismo sitio. Catolicismo y brujería conviviendo lado a lado, no como enemigos mortales sino como complementos el uno del otro. Tradiciones arraigadas desde mucho antes de que la Serpiente Emplumada partiera en su balsa, tradiciones que aún vivían. Catemaco era sede de magia blanca y oscura a la vez. La magia blanca favorecida por la población en rituales como limpias y adivinación del futuro. Pero la magia negra era algo oculto, a lo cual muy pocos tenían acceso.

Catemaco estaba a las orillas de una enorme laguna. En uno de sus extremos, más allá del malecón, estaba la región de Nanciyaga. Una región oculta entre la selva, poblada tanto por casas como por temazcales. Atraía turistas de vez en cuando, a los cuales les gustaba llegar en balsa desde el malecón hasta un muelle. Lagartos pululaban en las aguas de los manglares de Nanciyaga y los monos se columpiaban sobre los árboles. Uno sentía como abandonaba la civilización para adentrarse al bosque húmedo.

Una mañana muy temprano, envuelta en un manto de neblina, llegó una lancha al muelle de Nanciyaga. A bordo un hombre y una mujer, conociendo la región por primera vez. Eran Xipe Tótec y Xilonen, decididos a hacer algo al respecto sobre la situación entre Tezcatlipoca y Tláloc. Xipe apareció vestido de guayabera y sombrero, con pantalones de vestir y zapatos bien lustrados. Xilonen lucía un huipil negro con bordados de flores de colores. En su rostro maquillaje moderno, con sombras en púrpura. Los recibió una anciana de vestido verde y collar de caracoles. Sonrió, mostrando su falta de dientes frontales.

—Sean bienvenidos, dioses—exclamó ella—los hemos estado esperando.

La mujer guío a la pareja prohibida a una choza con techo de lámina construida por encima del nivel del suelo, alzada con robustos troncos. Parecía una casita del árbol, a la cual se accedía subiendo unos escalones de madera que crujían cada vez que eran pisados. Al entrar los dioses observaron a una mujer joven con maquillaje blanco y vestido exquisito de algodón y bordado de guacamayas. A su lado una niña con ropa mucho más moderna, sosteniendo un lápiz. La pequeña dibujaba sobre una hoja de papel, sin que nadie presente pudiera interpretar sus garabatos.

—Xipe Tótec—exclamó la mujer de maquillaje pálido—el señor desollado. Xilonen, diosa del maíz tierno. Nanciyaga se regocija con su presencia. Tomen asiento.

Los dioses obedecieron y reposaron sobre sillas de madera.

—¿Su señora puede ayudarnos?—fue Xipe directo al grano.

—Mi señora es grande y poderosa. Trascendió la muerte y ahora existe sin la necesidad de un cuerpo físico. La hemos mantenido vigente a base de sacrificios.

—¿Es posible darle un cuerpo físico ahora?

—Señor desollado, lo que pide puede hacerse. Pero debemos de ofrecer un sacrificio de impacto. Algo que represente una pérdida grande para aquellos que llevan a cabo el ritual. Hablamos ya por teléfono hace unos días y como le indiqué nos encontramos en un apuro. Tláloc casi se acerca a ganar la apuesta, pero Tezcatlipoca se ha negado a aceptar su derrota. La celebración de navidad no fue suficiente para salvar este mundo. Siendo honesto, no creo que él pueda hacer algo al respecto. Cuando el día veinticinco de este mes se enteró que la apuesta sigue en pie y que no ha ganado, se deprimió bastante. Por lo tanto una victoria de Tláloc no es posible. Y ni usted ni yo queremos pensar en una victoria de Tezcatlipoca. Usted y yo podemos salvar este mundo, pero necesitamos de un sacrificio importante.

Casa TlálocDonde viven las historias. Descúbrelo ahora