Capítulo 2, Parte 3

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Una camioneta destartalada avanzaba por la carretera cercana al mar en un sitio conocido como Roca Partida, en donde varios despeñaderos bastante afilados se aventuraban hacia el mar, creando riscos impresionantes que parecían fractales si se veían desde las nubes. Las poblaciones humanas eran escasas y dispersas, como si el capitalismo no hubiese hallado la forma de transformar todas esas playas hermosas en atractivos turísticos. Los pocos sitios en donde la playa no estaba conformada por rocas y en donde la arena amarillenta encontraba al Golfo de México estaban coronadas por casitas dispersas, de apariencia humilde y poco trabajada. Las carreteras eran de tierra y durante las noches, cuando todos se iban a dormir y la minúscula localidad sucumbía a la quietud, podía oírse el mecer de las olas y el viento.

Fue en este paraíso perdido que una mañana, minutos antes de que saliera el sol por el horizonte, un grupo de pescadores observaron a un hombre emerger del mar, sin ropa alguna sobre el cuerpo y observando en todas direcciones. Su piel canela estaba llena de cicatrices de batallas antiguas y tras dar sus primeros pasos sobre la arena, silbó para llamar la atención de una camioneta destartalada que llegó hasta la playa. Los primeros rayos del sol iluminaron el vehículo y fue visible entonces para los pescadores el asiento del conductor, vacío y sin ser humano alguno al volante. En la parte trasera de la camioneta, en donde se guardaban las pertenencias de ese extraño hombre, se hallaba un enorme ventilador con base para sostenerse en el suelo. Parecía uno de esos instrumentos que usan los directores de cine para simular el viento en las películas, pues su enorme tamaño llamaba mucho la atención de los pescadores.

Cuando el extraño sujeto se acercó al vehículo, tomó una toalla que se encontraba en el asiento del conductor y secó primero su cabello, pasando después al cuerpo. Allí la esperaba algo de ropa, que resultó ser una camiseta del equipo local de fútbol, los Tiburones Rojos, y un par de pantalones cortos. Sin ningún tipo de calzado, subió al asiento del conductor e hizo que el auto avanzara con timidez hacia el agua, colocando la camioneta de espaldas al mar. El ventilador enorme en la parte de atrás del auto se encendió y de él salió una enorme ráfaga de viento. El hombre aceleraba en su sitio, haciendo que las llantas traseras diesen vueltas sin mover el auto a ninguna parte, casi preparándose para salir con ventaja en una carrera callejera.

Nubes de tormenta se formaron detrás del auto, producto del humo negro del escape del vehículo. Se alzaron hasta los cielos, en donde cubrieron al sol que intentaba nacer en la lejanía y cuando se generaba una diminuta explosión en el tubo de escape, las nubes tronaban, llenas de agua. Para los pescadores fue clara la señal, y corrieron al interior de sus casitas de yeso y ladrillo para alertar a sus familias sobre el huracán que se había formado frente a sus ojos. Habían escuchado en el pasado, por parte de sus abuelos y abuelas, las historias que se contaban sobre los huracanes que parecían salir de la nada misma, abriéndose paso hacia tierra.

Cuando la vieja carcacha roncó tierra adentro, el agua del mar parecía querer seguirle muy de cerca. Los cangrejos salieron huyendo, transformándose de pronto en criaturas exclusivamente terrestres que ya no recordaban el mar.

Ni una hora le tomó a los meteorólogos detectar el nuevo huracán, y éste recibió uno de los nombres femeninos que ya estaban en lista de espera. San Andrés comenzó los preparativos para enfrentarse contra el fenómeno atmosférico, colocando costales rellenos de arena compactada en las entradas de las casas y alejando al ganado de los ríos que ya crecían con la amenaza de desbordarse. Y mientras todos los habitantes andaban en dirección contraria a las colinas que protegían a la localidad de los vientos del mar, un trío a caballo subía las inclinadas colinas, usando impermeables de color amarillo sobre los cuales la lluvia parecía chisporrotear cuando los relámpagos iluminaban las gotas que rebotaban. El sonido del plástico siendo atacado por el agua era casi hipnótico en el camino rodeado por la selva, en donde hasta las aves y los monos permanecían en silencio.

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