1

14 5 8
                                    

—Lo siento, ha muerto, no puedo hacer nada —informó el doctor a los sirvientes y se retiró.
Los criados rodearon la cama donde yacía su señor, mientras uno de ellos sostenía la mano de una pequeña de apenas cinco años que observaba con sus grandes ojos azules su entorno: un muchacho que lloraba mientras una mujer, sin derramar una lágrima, le pasaba un brazo sobre un hombro; el pálido cuerpo de un anciano que antes le profesaba amor y ahora le causaba miedo.
—Nosotros la cuidaremos —prometió, el que la sujetaba, al cadáver.
Ella lo miró. La enorme mano del hombre ocultaba la suya sin ningún esfuerzo. Era tan robusto y tan alto que apenas podía verle el rostro.
Varias gotas del agua de la fuente que salpicaba en la roca cayeron sobre la mano de Rosemary, despertándola. Otra vez se había quedado dormida. El jardín estaba igual que cuando cerró los ojos: las flores rojas, amarillas, de diversos colores, se mecían con el viento y los insectos revoloteaban por doquier; el alto muro de ladrillos se mantenía rodeando aquel pequeño paraíso que Albert había concebido para ella. Apenas habían pasado un par de horas desde que se dejó caer en ese rincón de la casona a leer por cuarta ocasión La ciudad de vapor, pero su sueño se repetía una y otra vez, como si significara algo.
Rosemary se levantó, tomó el libro y sacudió su vestido. Aún soñolienta, entró en la casa. Empezó a caminar por el largo corredor que se mostraba ante sus ojos. Al final estaba la portezuela de la cocina y desde esa habitación se podía acceder al dormitorio del mayordomo. Una escalera de caoba conducía al segundo piso. Un par de puertas en el lado derecho del pasillo llevaban al comedor principal y al recibidor, respectivamente. Las ventanas del lado izquierdo permitían ver el sol que se ocultaba sobre las copas de los árboles.
—Te están esperando —la detuvo una voz.
Se volteó y vio a Albert, el hombre de su sueño, que desempeñaba la función de mayordomo y maestro. Parecía estar entrando en la cuarta década debido a las hebras blancas que adornaban su negro cabello y a las arrugas que surcaban su rostro. En esta ocasión sus ojos no estaban mojados. Vestía su ropa de trabajos duros, como él le llamaba: una camisa con las mangas recogidas y un pantalón negro. En una de sus manos llevaba una escoba.
«Seguro limpiaba las telarañas», pensó Rosemary.
—¿Te quedaste dormida otra vez?
Ella asintió.
—Apresúrate, si no... ya sabes como se pone Katja.
—Sí, lo sé —afirmó con una sonrisa—. Gracias por prestármelo —le dio el libro.
La joven corrió hacia la escalera, subió los peldaños y entró en la primera habitación que encontró. Un conjunto de velas aumentaban la iluminación proporcionada por el ventanal, su luz se reflejaba en el agua de una tina conectada al suelo por una dupla de tubos que permitían que el líquido subiera al grifo. Una mujer con un vestido negro la esperaba, su expresión era de desagrado.
—Por fin llegas —dijo la sirvienta al verla—, hace media hora que te espero.
—Lo siento, Katja, me quedé dormida.
—¿Otra vez? —se colocó las manos en la cintura—. Por eso tienes ese vestido tan sucio.
Rosemary bajó la cabeza.
—Por Dios —suspiró la mujer—, dejemos eso para otro momento, ya es hora de bañarte.
La criada empezó a desabrocharle los lazos del vestido hasta que logró removerlo de su cuerpo. Rosemary se sumergió en la bañadera, el agua estaba tibia y agradable; la mucama le frotaba la espalda con un paño áspero para quitarle la suciedad.
—¿Cómo era él? —preguntó.
—¿Quién? ¿Tu abuelo?
—Sí.
—Era una buena persona. Nos dio un hogar a todos nosotros. ¿Por qué preguntas?
—Soñé con él otra vez. Es como si fuera un recuerdo de cuando era más pequeña —y se perdió en el atardecer que veía por la ventana.

La luz del gran candelabro en el techo iluminaba el comedor principal. Albert y Will, el muchacho que lloraba en el sueño de la joven, vestían traje y corbata; Rosemary llevaba un vestido que se ajustaba a su torso, debajo del busto, y caía flojo debajo, al igual que Katja, pero con más adornos bordados. Todos ocupaban sus respectivos puestos como era costumbre desde que Rosemary tenía memoria.
La cena, pavo asado y verduras, ya estaba servida. Empezaron a comer, sin embargo, Will solo tomaba una copa de una bebida oscura. Era un muchacho de cabellos rubios, bastante apuesto. Tenía un aire de elegancia, además de que mantenía una apariencia juvenil desde que Rosemary lo conocía.
Esa noche había silencio, era posible escuchar el canto de las cigarras que vivían en el bosque que rodeaba la casa.
—Rosemary, ya se acerca tu cumpleaños, ¿hay algo que desees? —preguntó el mayordomo.
—Quisiera... —pronunció con timidez.
—Dinos, y trataremos de complacerte.
—Quisiera poder salir fuera de esta casa.
Will trató de no escupir el líquido que bebía, Katja y Albert dejaron caer los cubiertos sobre los platos.
—Estás aquí dentro por tu propio bien —dijo la sirvienta—, pide otra cosa.
—Pero es que quisiera conocer el mundo exterior.
—El mundo exterior es un lugar peligroso —respondió el mayordomo—, sobre todo para ti.
—¿Por qué? —resopló—. Le pasan el cerrojo a la puerta cada vez que la atraviesan, siempre que les pregunto si puedo salir de la casona me dicen lo mismo o cambian el tema.
Los sirvientes se miraron tratando de formular una respuesta.
—Le prometimos a tu abuelo que te cuidaríamos —contestó la mujer.
—Ya lo sé, pero no es razón suficiente para mantenerme encerrada entre estas paredes. Soy bastante mayor como para cuidarme sola. Quiero ver el mundo que hay fuera de estos muros, por favor, déjenme salir.
—No, y es lo último que diré. ¡Márchate a tu habitación!
La joven golpeó la mesa con la palma de las manos y se puso de pie. Dio media vuelta y se encaminó a su cuarto, no sin antes dar un portazo.
—Tal vez deberíamos dejarla —compartió el hombre—. Podemos ir con ella.
—La consientes demasiado, Albert —se quejó Katja—, esos libros que le prestas hacen que quiera salir de casa. Además, sabes que no es seguro, ella es... especial.
El joven, aburrido de la conversación, se levantó de su asiento en silencio.
—Will, ¿no dirás nada? —preguntó el mayordomo al verlo.
—Yo también me voy, tengo un poco de sueño —y los dejó solos.
El hombre volteó hacia la criada.
—Has cambiado bastante, antes no eras así, le dabas más libertad a Rosemary.
—Una promesa es una promesa, Albert.
—¿Y lo nuestro? —tomó las manos de la sirvienta entre las suyas.
Katja se quedó en silencio. Miró a Albert a los ojos por unos segundos, luego soltó sus manos y se retiró.

RosemaryDonde viven las historias. Descúbrelo ahora