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Los primeros rayos del sol incidieron sobre la mansión oculta en el Bosque de Farina. La fachada se mantenía en un excelente estado, siempre ausente de suciedad o desperfectos; la chimenea escupía humo desde antes que el astro despuntara; las ventanas de madera permanecían cerradas para no incomodar a los habitantes de la casona con el frío matinal.
La parte lateral de la vivienda tenía un camino alrededor del cual crecían varios arbustos. Una carreta se detuvo frente a esta entrada. Su anciano conductor vestía un sombrero de copa y un oscuro abrigo desgastado. Descendió del carro y caminó hacia la parte trasera. Retiró la lona que cubría la mercancía: varios contenedores de hojalata estaban frente a sus ojos. Tomó uno y cubrió el resto.
Colocó la cántara de leche a un costado del vehículo. Metió una mano en el bolsillo del abrigo y extrajo un silbato, lo sopló haciendo que el ruido perturbara la calma matutina. Esperó unos minutos y, al no obtener respuesta, repitió el aviso.
La puerta de servicio fue abierta por el mayordomo, que llevaba su ropa de trabajo, y se dirigió hacia el lechero. Él y el hombre tenían un trato: John se desviaba un poco de su recorrido, lo proveía de leche y él le pagaba por su trabajo y discreción con la fortuna que había ahorrado su antiguo patrón.
—Buen día, John, ¿cómo se encuentra? —saludó con un apretón de manos.
—Bien. ¿Cómo estás tú, Albert?
—Igual que la semana pasada, aunque estuviera mejor si Katja me aceptara otra vez.
—Las mujeres son complicadas, hombre.
—Sí —suspiró—. Bueno, cogeré la cántara y no lo demoraré más.
Extendió su mano con una libra. El cochero la guardó en el bolsillo. Hizo un gesto con su sombrero en señal de agradecimiento.
—Nos vemos, John —lo despidió mientras subía en la carreta.
—Ve con Dios, Albert.
Agitó las riendas del caballo y emprendió la marcha a través del bosque. El mayordomo asió el recipiente y lo introdujo en la vivienda. La cocina se presentaba ante sus ojos, Katja horneaba panecillos para el desayuno, desempeñaba su papel de mujer laboriosa como siempre. El hombre colocó la cántara en un rincón y se sentó a la mesa de madera que se encontraba en el centro. Katja sacó un poco de leche con un cucharón y la calentó en una marmita que colgaba sobre el fuego de la chimenea. Albert deseó que volvieran a estar juntos, acariciar cada rincón de su cuerpo, pasar las noches en vela junto a ella y despertar con sus cálidos besos. La sirvienta colocó una fuente con panecillos sobre la bandeja que estaba en la mesa. El olor de pan recién salido del horno hizo que el hombre dejara sus pensamientos a un lado. Ubicó su mano sobre la fuente, estaba a punto de coger uno cuando recibió un manotazo.
—Son para Rosemary —gruñó la mujer.
—Pero tengo hambre —la miró con ojos de perrito triste.
La criada le brindó uno. Él lo cogió y le dio una mordida. Era dulce, como solo ella sabía hacerlos.
—No te acostumbres —advirtió molesta—, y vístete de una vez, debes dar clases.
Llenó una jarra con la leche tibia y la depositó sobre la bandeja, junto a ella puso un vaso. Cargó la charola y abandonó la cocina. Subió la escalera y avanzó hasta llegar al cuarto de Rosemary. Sujetó el plato con una mano y giró el picaporte. La habitación estaba oscura. Dejó la bandeja sobre un mueble cercano a la puerta, se dirigió a las ventanas y apartó las gruesas cortinas que las cubrían, permitiendo que entrara la tenue luz del sol. El dormitorio se iluminó. Se podía ver con más claridad la mesa de té en su centro, rodeada por un par de sillas; el armario que se encontraba a un costado; las muñecas de porcelana que compraba Albert junto a una casa de juguete, en un rincón; un cuadro con la pintura de una campiña y varios caballos al galope; la cama en la que un bulto, que ella sabía era su protegida, descansaba cubierto por las sábanas.
—Rosemary, despierta. Casi es hora de tu lección.
Se acercó al armario y empezó a escoger entre los vestidos; sacó uno y lo puso en una silla. Miró hacia la cama, la chica no respondía.
—Rosemary, levántate de una vez —tenía el ceño fruncido, las aletas de su nariz se expandían. Se colocó frente al lecho—. ¡Despierta, malcriada!
Con la paciencia en el límite, tiró de la cobija. Colocó una mano en su boca al destender el lecho, solo encontró una almohada.

RosemaryDonde viven las historias. Descúbrelo ahora