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La luz grisácea de la mañana se filtró por la ventana y se posó suavemente sobre el rostro de Elena. Su primera reacción fue buscar la figura reconfortante de su marido entre las sábanas, pero al abrir los ojos, solo encontró un espacio vacío a su lado. El corazón comenzó a latirle fuertemente contra su pecho y un nudo de preocupación se le formó en el estómago.

       — ¿Alessandro? — llamó, pero nadie respondió.

       Con valentía, Elena se levantó de la cama, envolvió su cuerpo con una bata para protegerse del frío que aún persistía en el aire y salió de la habitación. Paso a paso, descendió por las escaleras, cuyas tablas crujían bajo sus pies como si también estuvieran inquietas por la ausencia del conde.

       Al llegar al piso de abajo, recorrió cada habitación con la esperanza de encontrarlo. El salón principal y la cocina desprendían un aire desolado, pero al entrar en esta última, una sensación de alivio y desilusión se mezclaron en su interior cuando vio la cacerola de agua sobre el fogón, con los restos del té que habían compartido la noche anterior.

       — ¿A dónde habrá ido? — se preguntó en voz alta, permitiendo que sus pensamientos interrogantes comenzaran a divagar. Con el paso ligero, se acercó al ventanal con vistas al huerto, decidida a abrirlo para sentir un poco del frescor de la mañana. Fue entonces cuando notó un papel doblado y amarrado con una cuerdita a la manilla del picaporte.

       Con manos temblorosas, tomó el papel y desplegó su contenido. Las palabras escritas a mano por el conde eran un bálsamo para su corazón acelerado.







Querida Elena:

Tomás fue a recogerme con el carruaje esta mañana. Tuve que salir de casa temprano para poder atender un asunto importante en el pueblo. No os preocupéis.

Os dejé el desayuno preparado en un cuenco sobre la mesa, espero que lo disfrutéis.

Volveré pronto.

Siempre tuyo,
Alessandro.

       Elena arqueó una ceja, y al lanzar la vista hacia el rincón de la cocina, se dio cuenta de que un pequeño cubreplatos descansaba sobre la mesa.

       Se acercó.

       Con cautela, levantó la cúpula de acero y una fragancia dulce y reconfortante se esparció por el ambiente. Ante sus ojos, se reveló un cuenco de gachas adornado con pequeñas moras, una deliciosa obra de arte matutina.

       — Madre Santa. — una sonrisa se dibujo en sus labios mientras apreciaba el cuidado y el amor que Alessandro había puesto en preparar su desayuno.

       El plato aún emanaba calor, lo que indicaba que el marqués se había esforzado en asegurarse de que su esposa disfrutara de una comida caliente. Pero lo que más la conmovió fue la hermosa rosa roja que descansaba a un lado del cuenco, como un símbolo de amor y aprecio.

       Elena tomó asiento en la pequeña mesa de madera, cogió una cucharada de las gachas y saboreó el dulzor de las moras al mezclarse con la espesa calidez del plato.

       Estaba en la gloria.

       Los pensamientos angustiosos que la atormentaban comenzaron a disiparse, a medida que iba probando cucharada tras cucharada. Sin embargo, su pequeño momento de paz se vio interrumpido por el crujido de unas pisadas provenientes del piso de arriba, las cuales la obligaron a dejar de masticar.

       De repente, volvió a sentirse vulnerable en esa enorme y desolada casa. El miedo se apoderó de ella, pero una extraña sensación de curiosidad le instigaba a explorar los oscuros pasillos de aquella morada.

El Jardín de las Rosas NegrasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora