Capítulo 1

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 ”Uno se acostumbra al dolor igual que a la vejez, a la vida, a una enfermedad, a un sanatorio o a una cárcel.”

                                                                                                                                              Borges, Jorge Luis

ORIANA


Cada semana hacía un peregrinaje a la biblioteca para realizar el intercambio semanal de libros; regresaba los dos o tres que había llevado, leído y disfrutado y buscaba entre los estantes, sumergida en su aroma a papel amarillento, algún nuevo tesoro literario con el cual llenar mi tiempo y mi vida. Generalmente tomaba el camino de la avenida principal con la finalidad de hacer una rápida parada en el banco y retirar un poco de dinero que luego llevaría a mi tía para ayudarle a solventar sus gastos.

Tía Olga era el único pariente que me quedaba. Mi padre, que había quedado viudo a causa de un accidente murió años después cuando su débil corazón dejó de latir mientras dormía. Al menos su muerte fue pacífica. Desde ese entonces tía Olga se había encargado de mi cuidado y educación. A pesar de que sus ingresos eran mínimos jamás me había hecho faltar nada. Había conseguido una beca de estudios en la universidad que yo deseaba y había logrado reunir el dinero para los útiles y demás gastos planchando ropa por las noches. Fue mi sostén y mi apoyo durante mi adolescencia y yo me esforzaba por devolver en algo tanto esfuerzo alivianando su vejez.

Salí de la biblioteca abrazada a Neruda y a Florencia Bonelli, los deposité con precaución sobre el asiento del acompañante y emprendí satisfecha la marcha hacia el banco, saboreando la esperanza de que tía Olga hubiera hecho su riquísima tarta de ricota que tan feliz me hacía. La ciudad era un mar de vehículos y altos edificios saturados de smog. A través del parabrisas del coche podía ver a la gente presurosa casi corriendo por las calles y a un oficial levantando una multa por mal estacionamiento mientras un hombre enfurecido le gritaba improperios a su rostro inmutable. Al fin después de casi media hora de un viaje que debería haber durado diez minutos llegué al banco. Un edificio de aspecto antiguo y grandes ventanales con la pintura un poco saltada que desentonaba por completo con los grandes y modernos edificios de oficinas que lo rodeaban. Me resultó extraño ver que un auto gris por poco destartalado estaba atravesado en la entrada del edificio. Un patrullero que hacía su ronda de vigilancia al notar la extraña forma en que el vehículo estaba estacionado se detuvo a escasos cuatro metros de este para comunicar por radio sobre la infracción.  Me detuve un poco más allá en doble fila buscando un lugar para estacionar y fue entonces cuando todo se volvió un caos.


HORACIO

Llevábamos días observando el banco estudiando el próximo golpe y por fin había llegado el momento. Siempre que nos disponíamos a realizar un atraco podía sentir la adrenalina fluyendo por mi cuerpo. Era una sensación que al principio me desagradaba y que ahora me resultaba necesaria. Sin la descarga de adrenalina no me hubiera sido posible reunir el valor para cometer un delito. Mientras las gotas de sudor corrían por mi rostro bajo el pasamontañas, Octavio mantenía una serenidad que parecía sobrenatural. Si debo ser justo, él jamás se alteraba por nada, de no ser por el episodio bajo el puente en el que casi termino apaleado juraría que era incapaz de mostrar emoción alguna.

Octavio me observó mientras asentía con la cabeza y ambos salimos rápidamente del auto, que convenientemente habíamos dejado atravesado en la entrada del edificio bancario. Entramos e inmediatamente Octavio comenzó a gritar.

¡Todos al suelo!-gritó Octavio apuntando con el rifle a uno y otro lado para acrecentar la amenaza y mientras la gente que se encontraba en el local comenzaba a gritar y tirarse boca abajo sobre el suelo alfombrado del banco, caminé hasta la línea de caja para exigir el dinero-¡vamos, vamos deprisa!-repetía con autoridad mi compañero. Una vez llenas las bolsas con el efectivo salimos de allí lo más aprisa posible con la seguridad de que todo sería igual que siempre. Error.

Apenas habíamos atravesado la puerta cuando algo impactó con un sonido sordo en el capó de nuestro auto. Me quedé paralizado mirando el pequeño orificio mientras oía un nuevo golpe seguido del sonido sibilante del aire escapando del neumático. Una mano me tomó por el hombro y me arrojó al suelo mientras un dolor agudo se clavaba en mi vientre y nuevos estallidos llenaban el aire.

-Movete hijo de puta, que tenemos que salir de aquí-oía a lo lejos y pude sentir como era arrastrado por esa mano invisible y solo pensaba que debía seguir en movimiento, debía hacer caso a la mano que me guiaba en la creciente obscuridad. Por momentos no sabía si estaba soñando o en verdad nos estaban disparando, avanzaba un metro y mi visión se perdía entre el dolor y el rojo de la sangre cada vez más pronunciado hasta que finalmente todo se apagó.


OCTAVIO

 

 

Estacionamos el vehículo en la entrada del banco como acostumbrábamos con la finalidad de facilitar la huida. Nos colocamos los pasamontañas y realizamos todos los preparativos de rigor; dejamos las llaves en el coche, alisté la escopeta y tomamos los sacos de tela en los que recolectábamos el dinero. El nerviosismo de Horacio era evidente, sin embargo ya me había acostumbrado a verlo en ese estado. Hacía tiempo que veníamos realizando estos atracos y jamás habíamos tenido problemas por lo cual, a pesar de todo me sentía confiado.

Entramos como torrente al edificio antiguo. El momento había llegado, la adrenalina no se hizo esperar, los rostros aterrorizados nos observaban comencé a agitar mi arma de un lado a otro mientras gritaba para amedrentar a los clientes del banco. Horacio corrió velozmente hacia las cajas y comenzó a llenar las bolsas. Todo iba tal cual lo planeáramos, sin incidentes, ningún héroe, ningún disparo. Salimos ansiosos de ponernos a resguardo lo más pronto posible con la alegría de haber concretado una vez más nuestros planes.

Estábamos a punto de subir al coche cuando comenzaron los disparos. Inmediatamente me arrojé al suelo pensando que Horacio tendría la misma reacción. No fue así. Vi que Horacio seguía en pie paralizado y no se movía mientras las balas golpeaban cerca de él. Lo tomé por el hombro y lo tiré hacia abajo para que se cubriera. Mi reacción debió haber sido más rápida. Un pequeño orificio se formó a un costado de su vientre y rápidamente se fue tiñendo de un color granate intenso. No disponíamos de tiempo para revisar la herida, teníamos que salir de ahí. Vi con horror creciente como una bala impactaba en el neumático de nuestro vehículo y por un segundo pensé; estamos perdidos. Comencé a insultar a mi amigo para que reaccionara y a gritarle que se moviera, tironeaba de su chaqueta para obligarlo a seguirme, en ese momento vi un auto con el motor encendido a unos pasos de donde nos encontrábamos. Arrastré a Horacio casi inconsciente hasta la puerta trasera del coche, la mujer que estaba al volante estaba con la cabeza fuera de la ventanilla mirando hacia la dirección de donde provenían los disparos. Aproveché su descuido para meter mi mano por la otra ventanilla y quitar el seguro de la puerta trasera. Me introduje sigilosamente y acto seguido coloqué el cañón de la escopeta en la nuca de la mujer mientras tiraba de Horacio para ayudarlo a subir al auto.

-¡Arrancá!-le grité aumentando la presión del arma en su cabeza-si no movés el puto auto estamos jodidos y eso te incluye-le susurré en la nuca-vamos, vamos…-el vehículo comenzó a moverse lentamente en el momento en que un proyectil impactaba en el vidrio de atrás. La mujer asustada aceleró la marcha sin importarle el tránsito y en ese instante pensé en si era mejor estar en el coche de esa mujer o en una patrulla esposado pero a salvo.



Crónicas de EstocolmoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora