8. Caminos

36 14 109
                                    

Estaba segura de que todos me veían y se apartaban. No sé lo que parecía, pero no era nada bonito. Tenía la lengua afuera y jadeaba como un perro, mis ojos se deslizaban hacia arriba y los lados, como si estuviera poseída, mi cuerpo iba de un lado a otro y mi respiración se volvía cada vez más errática. Era un fideo andante o una gelatina sin envase y en movimiento.

Cuando visualicé un banco, casi salté hacia él, aunque no lo recuerdo bien. Me golpeé los hombros, o al menos sentí más dolor en esa área que en las demás de mi cuerpo.

No había llevado agua, y eso me estaba matando. Había querido dármelas de pro, y había terminado como un cerdo asado. ¿En qué diablos había estado pensando cuando había decidido ir a trotar por el parque?

Me acomodé en el banco en posición vertical, con las manos en las piernas. Intenté sostener mi cuerpo. La cabeza me latía con fuerza, el corazón me quería salir del pecho y me dolía. Sentía que pronto dejaría de respirar.

    —Disculpa, ¿te encuentras bien? —preguntó alguien.

    No tenía fuerzas para elevar la vista, y aquella persona pareció darse cuenta, ya que al poco tiempo lo vi arrodillado y con el ceño fruncido por la preocupación. Me tomó del brazo y empezó a recorrerme el cuerpo con la vista; tal vez estaba buscando el motivo de mi..., lo que sea que él estuviera viendo en aquel momento.

Sostuve su hombro y lo miré muy fijo.

    —A-agua  —logré formular casi sin aliento.

    —Oh, vale, vale. —Comenzó a mirar por doquier, y me pregunté por qué mostraba tanta preocupación por una extraña.

    —Espera aquí, ya regreso. Intenta respirar con pausa y no te muevas.

    «¿Adónde iré si no es al infierno? Apúrate si no quieres presenciar un fallecimiento», fue lo que quise decir, pero no pude.

Lo vi correr como si su trasero estuviera en llamas, y al segundo desapareció de mi vista.

    Cantidad de personas pasaron por mi lado, pero nadie se acercó a ver qué pasaba conmigo. No los culpaba, yo también habría pasado de largo. Y era triste, porque así estaba constituido el mundo, de desinterés por alguien más que no fuera uno mismo. Y nos quejamos como si fuésemos mejor que otros por ayudar a la anciana a subir al bus sin problemas o donarle el asiento a una mujer embarazada. ¡Qué hipócritas somos! ¿Qué hacemos, además de esos superfluos actos de sinceridad?

    Para cuando sentí que mi alma se alejaba de mi cuerpo, apareció mi ángel y me ofreció el agua de vida en una pajita. Tomé de ella como si la probara por primera vez. Estaba sedienta al punto de... sí, morir. A lo lejos, como si de un eco se tratara, lo escuché decir: «No te apresures, bebe con calma», mientras me sobaba la espalda. Tosí una, dos, tres veces, y me sequé con el dorso de la mano parte del agua salpicada en las comisuras de mis labios y mi barbilla.

Entonces reparé en el único que se había interesado en no ver morir a una chica tonta que había querido dársela de atleta profesional. Tenía ojos negros como la noche, largas pestañas, una nariz que no sabía cómo definirla además de «perfecta para su rostro» y cejas que decían «varonil». Su boca era otro asunto, uno muy sexy y provocativo. Bajé la vista hacia sus hombros anchos cubiertos por una camisa deportiva básica de color blanco. Su pecho, su cintura y sus piernas eran definidas y seguramente igual de fibrosas que sus bíceps.

    Lo repasé con descaro. Estoy segura de que él lo notó, porque cuando mis ojos regresaron a su rostro, tenía una ceja enarcada, formando un perfecto arco, pero su media sonrisa me reveló que no estaba para nada molesto.

Hasta que mi corazón deje de latir ©️ Donde viven las historias. Descúbrelo ahora