Se dice por ahí, entre los más viejos narradores, que la locura de August fue el castigo divino de su creador. Su inmenso amor a las palabras, lo volvió peligroso, o eso dicen las malas lenguas del pasado pero, la verdad es que su codicia por un romance, fue su perdición...
El viejo hombre descansaba su cabeza en el marco putrefacto de la ventana, el suave aire se deslizaba por la cabaña que lentamente se desvanecía. Su cabello gris, ya bastante escaso, estaba desordenado ya que ni peine ni espejo tenía. Las últimas pertenencias que habían sobrevivido a su locura y desequilibrio fueron una taza rota, un banquito de tres patas, una pluma de ganso, un tarrito de tinta azulada y un cuaderno de cuero con sus páginas vacías. Nada más. Su ropa, la misma que traía cuando lo sentenciaron a este lugar desolado, a esta choza moribunda, hace ya tantos años.
Cusumbo era un pueblo aislado, en medio de las montañas de los dos picos, y estaba destinado mayormente a esas personas que desobedecen sus historias, sus líneas o aquéllos que se volvían una molestia para los creadores. August fue uno de estos últimos, fue la causa por la que tuvieron que reiniciar no una historia, sino un mundo entero y era tan joven en aquel entonces, nadie le advirtió que enamorarse de esas palabras que tenía que cuidar iba a costarle tanto. Que iba a causar tanto dolor y sufrimiento a tantas personas.
—¡Corre Adeline! ¡Ya vienen por nosotros! —la realidad se estaba volviendo borrosa y oscura, August sujetaba con fuerza la mano frágil de Adeline mientras corrían por los pasillos de una vieja mansión. Las paredes se desmoronaban y el olor a quemado asfixiaba sus pulmones. Necesitaba encontrar una salida, una forma de sacar a su amada de este libro y llevarla al plano literario con él, lejos de este lugar que se quemaba y borraba con cada instante que pasaba.
Tenían que irse, pero August no podía encontrar la forma, una forma segura de conservar y sacar a Adeline de su hogar...
Las palabras en las manos de un narrador toman forma, se crean libros e historias que se deben cuidar y guiar. A veces, cuando el narrador es nuevo, es común que sobrepase los límites que se le impusieron, que se pase por alto varias de las normas que los creadores forjaron hace tantos milenios, y a veces el amor florece entre las palabras y el narrador. Florece como esa pequeña flor amarilla que crece en nuestros jardines, para luego mutar y volverse un diente de león que con la simple caricia del viento o de un creador se desvanece sin más.
Pero hay veces, oh, hay veces que la flor resiste y se niega a desvanecerse, hay veces que el narrador se involucra de una forma más que amistosa en la historia, con las palabras, con esas vidas que ellos contaban.
—Oh mi dulce amor,
déjame amarte,
déjame escribirte,
déjame relatarte,
porque tú, mi historia favorita,
me has robado el alma,
mi dulce Adeline.
August sonrió cuando terminó de recitar una pequeña poesía a su amor. Ella sonreía tímidamente con las mejillas enrojecidas. Su camisón largo de un blanco pulcro estaba arrugado mientras ella retorcía la tela con nerviosismo. Ambos estaban muy cerca del otro. Sus miradas se conectaron exponiendo las emociones que comenzaban a florecer como pequeñas flores en sus corazones. Con la unión de sus labios en un beso tímido, el mundo de Adeline conoció a su primera grieta...
Pero August, él no supo ponerle fin a sus emociones. Él no supo detener el aleteo incesante de su corazón cada vez que tomaba el lomo del libro de Adeline y se sumergía en la historia. En su euforia, August incitó a otros narradores a hacer lo mismo que él había hecho, a sentir las mismas emociones que tanto les negaban, a hacer algo prohibido. A rebelarse.
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Cusumbo; pueblo de locos, relatos de otros
Short StoryAugust va a escribir, antes de morir, nueve relatos, nueve historias, todas olvidadas, todas con finales, con personajes defectuosos, con sus líneas borradas, que destruyeron sus cuentos, o simplemente existieron. Con su último aliento, August nos c...