01) Nasua y la selva

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Es raro que la selva reciba regalos pero esa tarde de noviembre, más calurosa de lo normal, con el verano a la vuelta de la palmera, la selva no esperaba recibir una canasta con dos pequeños llorones. Su madre los había entregado como un trueque, le daba sus hijos a lo salvaje a cambio de buena fortuna para poder continuar su vida lejos de la frontera.

La selva movió las ramas de sus árboles en aprobación al trueque y una suave brisa destapó a los bebés que se movían inquietos bajo la incómoda tela. Dos pares de ojos violeta se abrieron en grande, miraron las copas de los árboles y enredaderas que escondían el cielo.

En el fondo de la selva se escuchó una risa y una manada de coatíes se acercó rápidamente con curiosidad a la canasta, hicieron tanto alboroto alrededor de los pequeños que uno sucumbió al llanto mientras que el otro se carcajeaba.

Esos ojos violeta, que tanto habían asustado a su madre y llevado a pensar que sus hijos estaban malditos, provocó cierta emoción en la selva. Cierta tensión por el futuro. Cosas nuevas e inesperadas que los caminos de sus raíces podían ir cambiando...

Nasua corría descalzo entre el laberinto de maleza. Su respiración agitada por el esfuerzo, su rostro moreno lleno de barro, sus ojos violetas brillaban divertidos y su cabello largo y marrón que estaba mal trenzado.

Detrás de él venía Antón, su hermano mayor, una copia exacta de él, solo que su cabello estaba cortado al ras del cráneo, también corría entre los herbáceos y los arbustos intentando superar a Nasua. Siempre había una competencia, siempre tenía que intentar superarlo. ¿El porqué? Eso era fácil de ver. Nasua era el favorito de aquella madre que los había adoptado hacía tantos años y él era el segundo. El reemplazo.

Ambos reían en sintonía, divertidos por su pequeña carrera; uno disfrutaba de su momento de hermanos, él otro ardía en rabia por dentro. Las cacatúas miraban con diversión a los dos más jóvenes, que se divertían en las profundidades de su hogar. Los niños aceleraron sus pasos, sus pies chocando contra el musgo húmedo y hierbas, haciendo que se metiera aún más en la selva misionera.

—¡Más rápido! ¡Más rápido! —gritaba Antón con emoción mientras sus piernas se movían a mayor velocidad dejando atrás a Nasua. Debía vencerlo y así probar su valía.

—¡Espérame! —gritó el menor mientras intentaba seguirle el ritmo pero sus piernas, ya cansadas estaban volviéndose débiles y cuando sus extremidades se encontraron con una raíz que no había visto, su cuerpo se estrelló contra el suelo con fuerza. Su cuerpo rodó unos metros dejando magullados sus brazos y rostro. Su cabeza golpeó con fuerza contra la tierra dura y su trenza se enredó en su cuello como una soga.

Antón no se detuvo ni retrocedió por su hermano sino que tomó su caída como una oportunidad para demostrarle a la selva quién era el más fuerte de los dos.

El pobre Nasua se sentó adolorido en el suelo, sus ojos contenían gruesas gotas de lágrimas que amenazaban con caer en cualquier momento, sus labios formaban un puchero, intentando contener el sollozo mientras miraba sus heridas y veía la sombra de su hermano alejarse.

—¡Antón, ayúdame! —grito con un hilo de voz pero su hermano lo ignoró—. ¡Antón! ¡Por favor!

Chillaba como un jabalí y dos coatíes jóvenes que los venían siguiendo se acercaron a Nasua, acudiendo a su llamado. Se sentaron a su lado, enrollando sus colas atigradas alrededor de sus tobillos. El menor acaricio sus cabezas con pesar. Solo quería ser igual que su hermano, valiente y fuerte, quería que Antón lo viera como su igual y no como algo inferior, no importaba cuánto se esforzará, la mirada de su hermano no parecía notarlo.

Algo había cambiado en él. En ambos.

—Cuando seamos grandes, siempre estaremos juntos —dos cuerpos diminutos se encontraban recostados a la par con sus manos entrelazadas—. ¿Me lo prometes? No puedes abandonarme, Nasua

Cusumbo; pueblo de locos, relatos de otrosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora