A veces vivir escondida tras la pared era tan bueno que me olvidaba de la soledad. Podía ver y oír lo que nadie más veía, descubrir los secretos mejor guardados y mantenerlos para mi. Otras veces no era tan bueno como amaba fingir...
Sus manos se sujetaban con fuerza mientras bajaba por la escalera, su cola se arqueaba intentando tener un mejor agarre durante el descenso, su vestido se movía fluidamente en lo que descendía y cuando calculó que estaba a una distancia prudente, saltó y cayó con ambos pies en un estruendo, su cola se estiró un poco, ayudándola a mantener el equilibrio, evitando que su cuerpo se tambaleara en la sacudida de la caída.
Motas de polvo se elevaron haciendo picar su nariz que se arrugó evitando un estornudo, su frente se arrugó en molestia.
—Carajo, ahora no es momento —dijo para sí antes de volver a retomar su ritmo anterior, sus pies descalzos y sigilosos con algunas astillas en sus plantas no le dificultaron su búsqueda, las paredes de madera oscura y vieja que formaban parte de la estructura del castillo, mezclado con sectores de ladrillos mantenían un olor a muerto y tierra que dejaban una sensación de acidez en su boca.
Las paredes escondían miles de pasajes por todo el palacio, eran tan antiguos como el mundo mismo, los secretos tras ellos eran incontables, y ella amaba recolectarlos y protegerlos como un dragón a sus tesoros.
Mientras recorría su habitual camino escuchaba distintas conversaciones, la risas ostentosas de unas damas le llamó la atención, haciendo que se detuviera para pararse frente a dos pequeños orificios a la altura de sus ojos. Se acercó, su nariz pegada a la pared. A veces miraba por los orificios y simulaba ser los ojos de los cuadros al otro lado. Había días en los que se quedaba maravillada por los vestidos y joyas que las damas de la alta jerarquía llevaban y vestían.
Sus ojos miraron a las figuras femeninas, ambas sentadas a los lados de un viejo señor, de bigote blanco y arreglado, su cabeza calva y su traje elegante insinuaba la riqueza que seguro portaba.
Ambas pasaban sus manos por su hombro y pecho, evitando la pronunciada panza que ni una de las mejores fajas podrían contener. En sus otra manos, copas con un líquido de color beige claro, con tonos dorados que burbujeaba. Ambas reían de lo que sea que el señor decía, los tres ya ebrios. No era la primera vez que veía una situación similar y nunca se quedaba a ver qué sucedía cuando unían sus labios con el otro. El simple pensamiento le daba arcadas.
—Ustedes dos, las joyas de la corona, le deben algo a este hombre —ronroneo llevando ambas manos a las cinturas de las damas atrayéndolas a su cuerpo, las colas largas de ambas se enrollaron en las piernas del señor y lentamente subían y bajaban en un lento coqueteo.
Esas palabras llamaron la atención de Anastasia quién alzó sus orejas curiosas, prestando suma atención a la interacción.
—Deben pagarme, con ya saben qué —volvió a hablar y le dio unas palmadas en el trasero a las mujeres que soltaron suaves risitas—, o iré con el rey rata para que castigue a sus hermosas joyas.
—Pero no sea tan impaciente, mi señor —habló la más joven de pelo cobrizo—. Para el final de la noche estará disfrutando con ambas.
—Aunque necesitamos pedirle un nuevo favor. —interrumpe la otra subiendo su mano hasta el cuello del hombre, en una caricia que lo hizo suspirar.
—¿Qué quieren? Se los sumaré a su deuda —sonrió con soberbia acercando su rostro a la morena.
—Queremos que nos consigas nuevas dosis de opio, sin que el rey se entere.
Él se carcajeó, y Anastasia se mordió el labio, preguntándose qué era eso que le pedían con tonos urgentes y desesperados.
—Lo pensaré, primero quiero disfrutarlas, quizás les consiga alguna que otra dosis —unió sus labios con la morena, desde ese momento Anastasia se apartó de los orificios con disgusto. Su curiosidad saciada.
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Cusumbo; pueblo de locos, relatos de otros
Short StoryAugust va a escribir, antes de morir, nueve relatos, nueve historias, todas olvidadas, todas con finales, con personajes defectuosos, con sus líneas borradas, que destruyeron sus cuentos, o simplemente existieron. Con su último aliento, August nos c...