Capítulo seis

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Anna, con el cabello amarrado en una coleta, vestida con un pantalón de mezclilla de color verde claro, una playera blanca que le dejaba descubiertos los hombros, la cual dejaba ver los tirantes negros del sostén que se había puesto, y unos tenis también de color blanco, abrió una pequeña puerta metálica enclavada en uno de los pasillos del bar. En cuanto entró se dio cuenta de que todo lo que había era oscuridad; una intensa sensación fría provocaba que los vellos de sus brazos se erizaran, mientras que su aliento al respirar se condensaba en una pequeña nube de vapor que se elevaba hasta dispersarse.

—Valentina, ¿estás aquí? —preguntó ella con ligero temor al mismo tiempo que se adentró más en la habitación.

—¡Sí, ya estoy aquí! —se escuchó la voz de Valentina, aunque Anna no pudo identificar de dónde provenía—. Espera un momento, voy a encender la luz... —Y justo un par de segundos después de aquellas palabras, un par de brillantes luces blancas se encendieron desde el techo de la habitación. Anna cerró los ojos rápidamente para no quedar deslumbrada y poco a poco los fue abriendo. Frente a ella observó sorprendida un viejo y pequeño almacén construido con muros de ladrillo rojo, con un techo a dos aguas sostenido por seis grandes vigas de acero oxidado y con tres lámparas en forma de cono colgando de las vigas. En aquel lugar, había tres automóviles estacionados: un viejo Volkswagen Sedán con la pintura azul desgastada, un Buick Century de color arena y un Thunderbird de color negro con una águila pintada sobre el cofre. Frente a los automóviles había distintas motocicletas de distintos modelos. Al fondo del almacén una serie de repisas estaban clavadas en la pared, sobre estas reposaban distintas latas cuadradas de diferentes tamaños, contenedores de plástico y varias botellas de aceite.

—Te tardaste mucho en cambiarte —dijo Valentina, mientras se acercaba a Anna. Ella iba vestida con un pantalón de cuero negro que se ajustaba perfectamente al contorno de sus piernas y su cadera; botas industriales, una camiseta blanca y encima una chamarra de cuero; sin embargo, lo más llamativo de su atuendo era la brillante hebilla plateada de su cinturón.

—Perdón, me cambié rápido, pero me perdí. El bar es demasiado grande... —respondió Anna, avergonzada.

—Ya te irás acostumbrando. Por ahora lo mejor es irnos, ya estamos retrasadas... —sentenció Valentina, sacando de los bolsillos de su pantalón un pequeño llavero de Hello Kitty con una llave de color negro. Ella se acercó a una enorme motocicleta Harley Davidson Superglide FXE, a la que se subió rápidamente. Anna no pudo disimular su mirada de emoción en cuanto Valentina le hizo una seña para que se subiera detrás de ella—. ¿Sabes manejar una de estas?

—Ni siquiera sé andar en bicicleta —respondió Anna justo al subirse. Valentina encendió el motor, provocando que la motocicleta lanzará un sonoro rugido y comenzara a avanzar lentamente en medio del taller. Anna se estremeció ligeramente al sentir la vibración del motor cuando trató de sujetarse del asiento; justo en ese momento, un portal de luz se materializó en uno de los muros del almacén.

—Sujétate fuerte... —dijo Valentina. Anna intentó responder, pero el rugido del motor en cuanto Valentina aceleró a fondo se lo impidió. Ella, con miedo, se sujetó fuertemente de la cintura de Valentina, provocando que ella sonriera con malicia.

En cuestión de segundos la motocicleta atravesó el portal, provocando que Anna cerrara los ojos. Ella comenzó a sentir sobre su rostro una delicada brisa helada y una serie de gotas que agua. Cuando volvió a abrirlos, notó que ya no estaban en el almacén. La motocicleta recorría una estrecha avenida vacía con un camellón en medio, en el cual crecían distintas especies de árboles de distintos tamaños; las flores deshojadas de las jacarandas cubrían el suelo y se elevaban hacia el cielo debido al impulso que provocaba la motocicleta. De su lado derecho Anna observó una serie de edificios departamentales de fachadas grises y con diversas escaleras de color rojo que permitían subir a los pisos superiores; algunas ventanas estaban iluminadas por la cálida luz de su interior, pero la mayoría reflejaban los destellos que la Luna llena emitia desde el cielo sin estrellas. Del otro lado, un extenso cementerio con lápidas viejas y rodeado por una alta reja de color negro era el hogar de varias luciérnagas que danzaban de un lado al otro, casi como si estuvieran tratando de comunicarse con alguien.

El suicidio no es pecadoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora