Capítulo doce

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—El hecho de que Adelaida y tú murieran fue solo el detonante para que la gente comenzara a abandonar el pueblo —exclamó Lola, mientras permanecía sentada en el pasto frente a la lápida de Anna. Por su parte, Anna, sentada junto a ella, escuchaba con profunda atención cada palabra. La Luna destellaba con fuerza, iluminando cada una de las lápidas y opacando el brillo de las pocas estrellas que se podían distinguir en el cielo de profundo azul—. Posiblemente tú te diste cuenta en la taberna de que los talamontes siempre hicieron lo que quisieron con el pueblo...

—Mi papá nunca me dejó atenderlos, no quería que me les acercara —dijo Anna, sin poder disimular la nostalgia en su voz.

—Y qué bueno que lo hizo, quedó demostrado que esa gente no sabe hacer otra cosa más que echar a perder todo lo que tocan —respondió Lola, sacando una cajetilla de cigarrillos Raleigh del bolsillo de su pantalón. Lentamente tomó uno y lo encendió entre sus labios con ayuda de unos cerillos—. ¿Gustas? —preguntó a Anna, quién miró la cajetilla con curiosidad.

—No, perdona, mi papá dice...

—¿Qué? ¿Que te va a hacer daño? —dijo Lola, con ironía—. No es como que, en tu condición, te vayas a morir de enfisema por fumar, ¿o sí? —Las palabras de Anna provocaron primero una expresión de indignación en el rostro de Anna, el cual se fue relajando poco a poco, pasando por la duda hasta la curiosidad. Entonces, ella tomó un cigarrillo, lo colocó entre sus labios y dejó que Lola se lo encendiera. A la primer bocanada, Anna tosió de forma descontrolada, provocando que Lola soltara una ligera carcajada.

—Sabe horrible... —dijo Anna, haciendo cara de asco.

—Ya te irás acostumbrando —respondió Lola, todavía riendo entre dientes.

—¿Cómo es que tomas tan a la ligera el hecho de estar sentada conmigo frente a mi propia tumba? —preguntó Anna, con una expresión seria. Lola dejó de reír y, mirando a Anna fijamente tras dejar escapar el humo a través de sus labios, dijo:

—Creo que nunca te lo conté, pero antes de venir a trabajar al pueblo trabajé algunos años como enfermera militar. —La mirada de Anna reflejó una profunda sorpresa al escuchar a Lola—. Me tocó estar en el frente durante el sitio de la Mesilla...

—¿Combatiste en la guerra contra la Confederación? —Anna no podía contener su curiosidad y emoción. Lola, dejando escapar el humo del cigarrillo por la nariz, tan solo asintió.

—No combatí, mi trabajo no era ese. Pero me tocó ver tantas cosas horribles que no creo que puedas imaginar, hasta pareciera que la naturaleza del hombre lo obliga a pasar por encima de los demás para asegurar su supervivencia... —Ella hizo una pausa, mirando la curiosidad en el rostro de Anna, hasta que agregó—: El punto es que, al estar tan cerca de la muerte todos los días, te acostumbras a enfrentar situaciones que no parecen de este mundo.

—Pero... ¿Y el pueblo? —dijo Anna, cada vez más llena de curiosidad.

—Pues mira, después de lo que pasó con Elvira y los talamontes, algunos de sus compañeros quisieron buscar venganza, por lo que secuestraron al padre Guillermo y, tristemente, cuando el ejército intentó rescatarlo terminó muerto. Ahí se empezaron a ir las personas. No te imaginas lo que doña Marta sufrió hasta que murió de un infarto. —Anna escuchaba horrorizada las palabras de Lola, mientras el cigarrillo se consumía entre sus dedos—. Pero eso no es todo, lo peor vino cuando la gente comenzó a decir que Adelaida y tú se aparecían en las noches para llevarse las almas de los niños...

—¡¿Qué?! —preguntó Anna, sumamente sorprendida. Lola rio y respondió:

—Sí, en serio, eso fue lo que comenzaron a decir. Se hablaba de que sus espíritus recorrían las calles por la noche, lamentándose y maldiciendo a todos. —Lola no podía dejar de reír—. Y eso es culpa de Adelaida. Ella venía de vez en cuando a ver a María. La espiaba desde lejos, como si no quisiera acercarse.

El suicidio no es pecadoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora