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Me quedo mirando la careta de zombi del escaparate y, aunque no quiera admitirlo, me sobresalto cuando un ojo le sale disparado, impulsado por un muelle. Bueno, a ver, he dado un pequeño salto, tampoco ha sido para tanto y no me ha visto nadie. Miro en derredor, asegurándome y, en efecto: no me ha visto nadie.

Abro la puerta y entro en la tienda. Me reciben un montón de disfraces, caretas y chuches, pero no chuches normales, sino de esas que Julieta siempre ha vendido y dan un poco de repelús pero, al mismo tiempo, quieres comerte a puñados.

Al fondo, detrás del mostrador, las tres mellizas se pelean por algo.

En realidad no son las tres mellizas, así es como los llamo en mi cabeza. Tres mellizas o trío del infierno, según como tenga el día. Valentina, Björn y Lars, los inseparables, se pelean de un modo muy extraño. Extraño porque, por norma general, las peleas las tienen con el resto, entre ellos son un grupo inquebrantable.

—¿Problemas en el paraíso? —pregunto.

—¡Eth!

Valentina sale corriendo de detrás del mostrador y se abalanza sobre mí. Podría decirse que no ha tenido tiempo de coger impulso, pero tampoco lo necesita. Tiene unas dotes para todo lo deportivo extraordinarias. Se engancha a mí como un mono a un árbol y me río, abrazándola y besando su cabeza por inercia.

—¿Cómo estás, mocosa?

Ella enlaza las piernas en mis caderas y me dedica una sonrisa casi tan grande como sus pecas. Valentina tiene la cara del verano. Las pecas, el pelo dorado, la alegría... Es el jodido verano convertido en persona. O lo era, hasta que su padre tuvo un infarto que casi lo mató y ella decidió volverse invierno para no alterarlo. El problema es que los inviernos no son mejores. Si acaso, más peligrosos, porque desde una estampa bonita y nostálgica, a menudo, desarrollan verdaderas catástrofes. Lo malo es que ella no parece verlo y sus dos sombras, tan pendientes como están de todo, no se dan cuenta del problema.

Yo no quería meterme. No creía que debiera hacerlo y mis hermanos me advirtieron que es algo que no me incumbe, pero esta situación está empezando a tocarme los huevos.

Antes de que su padre tuviera el infarto Valentina era un alma libre. Era capaz de coger un avión a Los Ángeles y gastar todos sus ahorros solo para asistir a una fiesta de disfraces en casa y saltar en bomba en la piscina a las tres de la madrugada. Una vez, se tiró desde un acantilado en pleno invierno solo porque insinué que no sería capaz. De todos los miembros de la familia León (y son muchos), siempre pensé que ella era la más arriesgada y valiente. A veces, incluso, rozando lo absurdo.

Pero ahora, de pronto, es como una cría de gato acorralada y asustada bajo un mueble, negándose a salir al mundo de nuevo. Es triste. Indignante. Casi inadmisible.

—¿Cuándo has llegado? ¿Y por qué no has avisado que venías? ¿Viene alguien más? ¿Mis primas? ¿Dónde te quedas a dormir?

Entre el tropel de preguntas soy muy consciente de algo: no ha respondido a la que he hecho yo. Es algo que se repite últimamente. Cuando alguien le pregunta cómo está no confiesa que está mal, pero tampoco miente. Simplemente lo evade con todas sus fuerzas. Lo mucho que eso me jode no se lo imagina nadie.

—Estoy solo, me quedo en casa de Diego y Julieta y me quedaré pocos días.

—¿Cuántos?

—Los suficientes para convencerte de que hagas las maletas y vengas conmigo.


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El inicio de una historiaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora