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El bosque estaba envuelto en una neblina densa y espesa, impregnada de la fragancia de la hojarasca fresca y agria. Era una noche fría, pero la persona sentada junto a la fogata parecía impermeable al frío, con sus brazos cruzados sobre el pecho y su mirada perdida en la danza del fuego.

La fogata ardía con ímpetu, su calor reconfortante y su luz dorada iluminando la cara de la persona. La llama ondulante y vibrante creaba sombras caprichosas en torno a ella, tejiéndolas a través de la oscuridad de la noche. La persona observaba el movimiento constante del fuego, absorta en su fascinación y atrapada por su etérea belleza.

La melancolía de la noche había caído sobre ella como un manto pesado, y la fogata era su única compañía. Aquellas llamas eran su amigo fiel, su confidente, su sostén. Eran el único testigo de sus pensamientos y anhelos, y de la incertidumbre que la asediaba.

Las ramitas secas y las hojas muertas crujían bajo su cuerpo, mientras que el viento soplaba entre las copas de los árboles, produciendo un sonido de sordo gemido. El mundo exterior era tan grande, tan incierto, y el futuro le parecía tan alejado y peligroso. Y sin embargo, ahí estaba ella, sentada junto a la fogata, sintiendo su calor en sus manos y en sus piernas, y experimentando una extraña sensación de seguridad.

Se preguntaba si alguna vez tendría la posibilidad de dejar atrás este mundo de penurias y temores, y si alguna vez alcanzaría la felicidad que ansiaba. ¿Qué significaría realmente la felicidad? ¿Sería algo tangible, algo que podría poseer o comprar, o simplemente una ilusión fugaz que huiría ante sus ojos cuando intentara capturarla? ¿O sería algo más profundo y duradero, algo que surgiera de dentro de uno mismo y que no dependiera de nada ni de nadie sino de sí mismo?

Tal vez nunca lo supiera, pero por el momento la fogata era su refugio, su lugar donde descansar y paradero en espera de que el mañana llegase. Tal vez fuera cruel e irrealista buscar el destino con demasiada ansiedad; tal vez valiese más concentrarse en el presente y en disfruta

quien miraba el fuego era un El hombre de apariencia general atractiva y llamativa, con rasgos físicos que desafiaban cualquier clasificación fácil. Tenía una mandíbula prominente y cuadrada, que transmitía fuerza y determinación, aunque también era armonizada con una nariz estrecha y alta, que daba un toque refinado y sensible a su fisonomía.

Sus ojos eran uno de los rasgos más destacables de su rostro. Eran de color verde oscuro, profundos y melancólicos, con párpados dobles y arrugas finas cerca de la base de cada uno, lo que contribuía a darles un aire misterioso y enigmático.

La boca del hombre estaba bien dibujada y llena de sentimiento, con unos labios gruesos y carnosos que tenían un atractivo muy especial. Era una boca sensual, capaz de transmitir toda una gama de emociones, desde el humor sarcástico hasta el apasionamiento sexual.

Además, su cuello era largo y musculoso, con una cadena plateada que brillaba en su piel suave y tersa. Esta combinación de fortaleza y fragilidad era atrapante y provocadora.

También poseía una frente amplia y elevada, marcada por una ceja casi inexistente y un puente nasal levantado, que imprimía una nota intelectual y culta a su apariencia. Aunque esto contrastaba con la suave curva de sus mejillas, que estaban rellenas y coloreadas con una blusa rosada vívida y transparente.

Por último, sus orejas eran redondas y separadas, situadas un poco adelante de su cabeza y cubiertas de pelos largos y sedosos que se agitaban cuando hablaba. En conjunto, estos rasgos conformaban un rostro complejo y equilibrado, donde el poder y la pasión coexistían en armónica armonía.

De la esperanza a la TraiciónDonde viven las historias. Descúbrelo ahora