A la tarde siguiente le doy una llamada a mi abuela.
—Ho... laaa —canturrea ella.
—Hola, abue. ¿Qué hay?
—Sólo unos pocos escarabajos japoneses chisporroteando en el dispositivo de iluminación —dice. Siempre hace eso. De hecho, ella mira hacia arriba y reporta lo que ve.
—Bien —digo
—. ¿Qué haces este fin de semana?- Antes de que responda, la oigo darle una calada a su cigarrillo. —Me dirigía al casino Sault Ste. Marie con Maureen y su hermana culona. Vamos a ganar a lo grande. Lo siento en mis huesos. Maureen ha sido la mejor amiga de la abuela desde que mamá era una bebé. Las dos fuman como chimeneas, maldicen como camioneros y apuestan cada vez que pueden. A abue nunca le ha gustado la hermana de Maureen, diciendo que es una sanguijuela que las sigue a todas partes, y, por supuesto, una culona.
—¿Estás segura de que esa sensación no es sólo artritis? —pregunto.
—Oh, infiernos —dice, riendo. Entonces tiene un ataque de tos tan fuerte que tengo que alejar el teléfono de mi oído.
—¿Necesitas que alguien se quede en tu casa y mantenga un ojo en las cosas, alimentar a tu pez, ponerle agua a tus flores, y esas cosas?
—Tengo a alguien. —Ella inhala otra vez—. Doug dice que está fumigando su apartamento. Más como evitando a su novia culona, si quieres mi opinión. Pero eso no es asunto mío. ¡Maldita sea! El tío Doug se me adelantó. Probablemente está peleado con Tayla. Se pelean todo el tiempo. Pero él es mucho más divertido que Regina. Él vivió con abue hasta hace unos pocos años. Cuando yo era más joven y nos quedábamos a dormir, estábamos despiertos hasta tarde y veíamos DVD's con él: en su mayoría películas de horror de los años ochenta y noventa, pero también una gran cantidad de las de Alfred Hitchcock. Mamá se enfurecía tanto, diciendo que me daban pesadillas. Pero el tío Doug se burlaba de la música, de los efectos especiales cursis, y la sobreactuación. Hasta los doce años, yo pensaba que eran comedias.
—Probablemente voy a tener mi casa fumigada cuando regrese —dice abue—, después de dos días con Doug infestándola con olor a perritos calientes y pedos de cerveza barata. EDI, abue. Exceso de información. Un maratón de películas de terror acababa de perder todo su atractivo. Y no me puedo quedar con la tía Jackie y Chris porque tienen un gato. La última vez que pasé la noche allí, los ojos se me hincharon hasta cerrarse y respiré con dificultad por días. —Gracias por preguntar, peque.
—Sí —digo—. No hay problema. Diviértete en el casino. Tráeme algunos dulces de leche.
—Lo haré. —Abue cuelga. Sin un adiós. Sólo una tos y un ruido metálico. Estoy acostumbrada a eso. Tomo el control remoto y paso a través de los canales. Nunca hay nada bueno en la televisión por las tardes, pero de todos modos lo hago por inercia. Me instalo en una película que he visto no menos de un millar de veces. Está a más de la mitad, pero no me importa. Ya sé lo que pasa.
—Ann —llama mamá desde la cocina—, vamos a dar un paseo familiar en bicicleta. ¿Quieres venir?
Le bajo el volumen a la televisión y quito mis pies de la mesa de café en caso de que ella venga.
—No —digo, y añado rápidamente—: gracias de todos modos. —Se supone que hoy harán casi 32 grados afuera. El aire acondicionado es mi amigo; el sudor no. —Vamos. —Ella asoma la cabeza por la puerta—. Es un día hermoso. Te hará bien levantarte del sofá y conseguir un poco de aire fresco. —Ella está ataviada con pantalones negros de ciclismo y una ajustada camiseta blanca, sus confiables zapatillas crujientes, y una cinta para la cabeza de tela de toalla. La Barbie Figurín de Moda monta su bicicleta. Dejé de andar en bicicleta en cuarto grado. Eso fue cuando me crecieron pechos como tiendas de campaña en miniatura y conseguí depósitos de grasa en la cintura en lugar de las caderas. Desarrollo precoz, dijo la abue. Pubertad, dijo mamá. Odiaba esa palabra. Todavía lo hago. Comprar sujetadores con mamá era peor que ir a comprar trajes de baño. Es un milagro que no estalle en un sudor frío ante la mera mención del centro comercial. A las pocas horas de estar usando mi primer sujetador en la escuela, Vinnie Romero, que estaba sentado justo detrás de mí, lo descubrió; vio la silueta a través de mi camisa. Cada pocas horas se estiraba, halaba la parte de atrás, y la dejaba ir. ¡Zas! No sólo dolía, sino que todo el mundo se echaba a reír. Todo el mundo, salvo Cassie. Ella le decía al profesor. Vinnie se metía en problemas, pero eso no lo detenía. Esa misma semana, me di cuenta que cuando pateaba una pelota, corría, saltaba, o incluso montaba mi bicicleta sobre pavimento en mal estado o grava, todas mis nuevas protuberancias se meneaban. Me sentía como un cubo andante de gelatina. Cubierto con crema batida. Así que dejé de hacer todas esas cosas y me inventaba cualquier excusa posible para librarme de las demostraciones públicas de meneo: dolor de cabeza, dolor de estómago, falsa lesión en el tobillo, y cuando todo lo demás fallaba... calambres. Mamá se lo creyó por un tiempo y escribía notas —mejor conocidas como ausencias justificadas— para librarme de la clase de gimnasia. Eventualmente lo captó y me decía que esta nota era la última, pero nunca lo era. Yo lloraba y me negaba a ir a la escuela, y ella cedía. Justo como lo hace ahora con los gemelos y la comida chatarra. Tony daba la cara por mí cada vez que Naomi decía que si yo moviera más mi perezoso trasero, tal vez no tendría muslos gruesos. Nate se reía, y Tony le caía a golpes. Entonces yo llamaba a mamá llorando, y ella venía a buscarnos... por lo general con unas cuantas palabras para papá y Nancy. Lo irónico es que mientras más evitaba el meneo, más meneo había. Así que ahora no sólo soy consciente de eso, sino también de lo que la gente podría pensar si me subo en una bicicleta o me ejercito en público: Mira ese gordo trasero... Apuesto a que reventará los neumáticos de un momento a otro... Harán falta muchos más kilómetros para deshacerte de esos Twinkies, cariño. Así es como es. Lo sé. He escuchado a abue, a Maureen, y a la tía Jackie. Incluso a veces a mamá, aunque ella lo negaría. Ellas no lo dicen por mí (al menos no lo creo), pero lo dicen de desconocidas en público. En cierto modo me hace preguntarme qué piensa la gente cuando me ve. Estoy segura de que es malo. Hay un montón de gente ahí afuera más grosera que mi familia. —¿Vienes o no? —pregunta mamá. —No —digo—. Realmente me gusta esta película. —Haz lo que quieras —dice ella. La puerta se cierra de golpe. No sé qué es peor: mi imaginación de lo que los demás piensan de mí en una bicicleta o lo que sé que mi madre piensa de mí sentada en el sofá frente al televisor en un día agradable. Cambio el canal a otra película. Una vieja, pero nueva para mí. E, irónicamente, una delgada y preciosa rubia —Meg Ryan, tal vez— monta su bicicleta en un camino rural. Ella sonríe como si no tuviese preocupaciones en el mundo. Como si nunca nadie la juzgara. Como si su Lo único que falta son los arcoíris, las mariposas y las caricaturas de pájaros cantado en su hombro. Tal vez debería tomar mi bicicleta y tratar de alcanzar a mamá, a Mike, y a las niñas. No pueden ir muy rápido. Me encantaría sentirme así, incluso si es sólo por un segundo: libre, tranquila y normal. De repente, hay un camión. No puede estar dirigido hacia Meg Ryan. ¿Podría? Sí. Oh Dios mío. ¡No! Meg Ryan acaba de ser atropellada por el camión. Figúrate. ¿Ves lo que sucede cuando se hace ejercicio?
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45 pounds
RandomAquí están los números de la vida de Ann Galardi: Tiene 16 años. Y es talla 17. Su perfecta madre es talla 6. Su tía Jackie se va a casar en 10 semanas, y quiere que Ann sea su dama de honor. Así que Ann toma una decisión: Es hora de perder 20 kilos...