Capítulo 1: El Último Crepúsculo de Medea
En el seno de las montañas del norte de Letton, donde el imperio se extendía con la serenidad de una estrella solitaria en la noche, se encontraba el tranquilo pueblo de Ruelta. Era un rincón perdido en el tiempo, oculto entre los picos escarpados y los valles profundos, como una joya en el regazo de la tierra. Las casas de piedra se agrupaban en un remanso de calma, rodeadas por los frondosos bosques y la inmensa majestuosidad de la naturaleza que desafiaba el paso del tiempo.
Ruelta, la morada de la familia Ruelta, había sido bendecida con un tesoro invaluable: las piedras de Aron, un mineral que irradiaba mana con una pureza y poder que el continente entero codiciaba. Las minas de Ruelta, profundas como el abismo y espléndidas como el oro antiguo, aseguraban la prosperidad del imperio de Letton. En su tranquilidad, la tierra y sus habitantes eran imperturbables, pues el poder y la riqueza que emanaban de las entrañas de la montaña construían una muralla de inmunidad contra las intrigas y los conflictos externos.
A la luz de la mañana, el sol parecía esparcir su luz dorada sobre el pueblo como si envidiara su calma. El aire fresco y cristalino transportaba los aromas de pino y tierra húmeda, mientras los pajarillos entonaban sus himnos matutinos, reverberando en el silencio reverente que envolvía el hogar de la familia Ruelta. Sin embargo, detrás de las paredes de la mansión que se alzaba como un monumento a la opulencia y la tradición, el ambiente era todo menos sereno.
Dentro de la mansión, un ambiente de dolor y desesperanza se cernía como una sombra oscura. La figura de Medea Ruelta, la única hija del Varón de Ruelta, estaba atrapada en un ciclo interminable de sufrimiento. Medea, una joven de diecisiete años, era la encarnación del lamento y la tragedia. Su vida se había convertido en un interminable laberinto de penurias, tan interminable como las grutas que daban a las minas de Aron.
Medea se hallaba en una habitación que parecía ser una cápsula de tiempo, desprovista de adornos y lujos que una vez la habían rodeado. La decoración había sido reducida a una austeridad cruel, con alfombras manchadas de sangre y una cama de plumas de pato que parecía más una trampa para el dolor que un lecho de descanso. El ropero, hecho de madera de árbol de mana, se erguía en la esquina como un testigo mudo de su agonía.
Las vendas que cubrían su cuerpo eran como el manto de un espectro, ocultando las llagas que la consumían. Cada vendaje era una prisión de dolor, con su piel herida sangrando cada vez que se movía. Las piernas de Medea, ahora frágiles y desmoronadas, no podían sostener su peso, y cada paso era un tormento. Su cuerpo estaba marcado por el sufrimiento, un lienzo de heridas y contusiones que sólo se podía comparar con la desolación del paisaje que rodeaba la mansión.
En el exterior de su habitación, las sirvientas murmuraban con la crudeza de las lenguas que han aprendido a hablar sin piedad. Sus voces eran cuchicheos crueles que se colaban por debajo de la puerta, como serpientes venenosas que se arrastraban en la penumbra. Hablaban de la inminente muerte de Medea con una indiferencia que solo el odio podía engendrar. Sus palabras eran como dagas afiladas que se hundían en el corazón de la joven, y su fealdad era descrita con la misma frialdad con la que uno describe una tormenta invernal.
—Pronto nos librarnos de ella —decía una sirvienta—. Ya no tendremos que limpiar sus heridas o soportar el hedor a podrido que emana de su cuerpo.
A través de la rendija de la puerta, Medea escuchaba las palabras como ecos distantes, resonando en la vacuidad de su sufrimiento. Se acercó a la ventana de su habitación en su silla de ruedas, un vehículo de dolor que la mantenía prisionera. Miró hacia afuera, donde el cielo se extendía en un azul grisáceo, y vio al doctor que había atendido a su madre salir de la mansión.
El doctor se inclinó hacia el Varón de Ruelta, un hombre con el rostro surcado por el tiempo y el desdén. Su expresión era una mezcla de disculpa y resignación, pero Arnold Ruelta, el padre de Medea, no mostró ningún signo de empatía. El Varón, con sus ojos morados como el amanecer sobre las montañas y su barba de canas, mantenía una expresión de frialdad distante.
La madre de Medea, Mariam d' Galo, se había desmoronado en su propia enfermedad, una sombra de lo que una vez había sido. La debilidad de Mariam era un espectro que se había apoderado de la mansión, su presencia era ahora una enfermedad que se extendía como un miasma. Cada tos era una promesa de sangre, cada palabra un reflejo de su desintegración. Su cama se había convertido en un altar a la agonía, y su incapacidad para moverse había dejado a Medea en un limbo de abandono.
La joven de cabello plateado se aferró a la esperanza de que la llegada de su padre a su habitación podría ofrecer algún consuelo. Su cabello, casi completamente calvo, tenía sólo tres mechones de plata que caían como la bruma sobre su espalda baja. Aquellos mechones eran un vestigio de lo que su madre había sido, un reflejo triste y hermoso de una vida que una vez fue.
Las horas pasaron lentamente en la agonía. El doctor se había ido, y la tarde comenzó a teñirse de un naranja tenue mientras el sol se acercaba al horizonte. Era en este momento que las dos sirvientas entraron en la habitación. La sirvienta rubia, cuya indiferencia era palpable, se dirigió a Medea sin siquiera mirarla.
—Vamos a arreglarla —dijo con desdén—. Vendrá a verte Lord Ruelta.
El comentario fue tan vacío como su tono, y Medea, con una sonrisa que parecía un acto de desesperación, intentó encontrar consuelo en la idea de que su padre finalmente la visitaría. La sonrisa era un contraste doloroso con su estado actual, pero era un reflejo de la esperanza, por pequeña que fuera.
Las sirvientas se movieron con eficiencia mecánica, limpiando y preparando a Medea para la llegada de su padre. El proceso era una mezcla de cuidado y desdén, y la joven trataba de mantenerse firme mientras el dolor era tratado con una delicadeza que rayaba en la crueldad. Finalmente, después de un tiempo interminable, Medea fue vestida con ropa de algodón, que aunque no era lujosa, ofrecía un alivio temporal para sus heridas.
Lord Arnold Ruelta entró en la habitación, y la luz de la tarde parecía abrazarlo con una halo dorado. Era un hombre de presencia imponente, con una piel clara como la nieve y mejillas que llevaban la huella de los años. Su cabello, en su juventud negro, ahora estaba salpicado de canas, y su barba frondosa era un recordatorio de su pasado glorioso. Sin embargo, los ojos morados, aún intensos y penetrantes, eran el único rasgo que conservaba la esencia de su linaje.
La habitación de Medea, sin embargo, no era el lugar donde el esplendor de su padre podía brillar. Era un espacio vacío, desprovisto de los lujos que una vez adornaban la mansión. La ausencia de espejos, decidida por Mariam cuando Medea tenía seis años, reflejaba la decisión de ignorar la belleza y la dignidad que alguna vez pudo haber existido.
Arnold Ruelta entró en la habitación con la frialdad de un general que llega al campo de batalla. Su mirada era dura y directa, como una espada afilada en la penumbra.
—No haré rodeos —dijo con voz fría y dura—. Tu madre está muerta.
Las palabras de Arnold eran como una tormenta en el corazón de Medea. El tiempo pareció ralentizarse, y el mundo alrededor de ella se desvaneció en un eco lejano. La noticia de la muerte de su madre era una herida abierta que se sumaba a las muchas que ya llevaba.
—Espero que entiendas que necesito una herencia y claramente no puedes ser tú. Debido a la condición de tu madre, el jefe del pueblo y yo estuvimos buscando candidatas desde hace un mes. Esperaremos los 40 días de luto y luego me casaré con Rosa Creta, una vieja amiga de tu madre.
El mundo de Medea se desmoronó con las palabras de su padre. Su mente intentó comprender la magnitud del dolor, pero la abrumadora realidad la golpeó con fuerza. El sentido de traición y desolación se apoderó de ella, y el último vestigio de esperanza se extinguió como una llama en la oscuridad.
—¿Qué? —murmuró ella.
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Medea
Romance"¿Hasta dónde es capaz de excusar el fin los medios de un acto cruel?" La pregunta del demonio se desliza en el aire como un eco de condena, resonando en el vacío blanco. El humano, con un temblor en la voz y una sombra de desesperanza en sus ojos...