Capítulo I. Parte 2

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En el gélido y sombrío crepúsculo de la mansión de la familia Ruelta, donde el tiempo parecía deslizarse como un río de sombras entre los corredores, se desarrollaba un drama de dolor y resignación. En el lecho de una habitación sombría, de paredes encaladas que parecían guardar la esencia de siglos de desesperanza, yacía una niña cuya existencia parecía estar atrapada entre la fragancia del sufrimiento y el silencio sepulcral.

El estupor que calaba los huesos rígidos de la pequeña Medea se asemejaba al frío cruel del invierno eterno. Cada llanto que escapaba de sus labios era un eco de agonía, resonando en el vacío como el lamento de un espíritu atormentado en el infierno de su propia carne. La piel de la niña, castigada por un manto de llagas que parecían descomponerse y derretirse como cera al fuego infernal, ardía con la intensidad de una hoguera que nunca cesa. El ardor, cruel y despiadado, la envolvía en su abrazo abrasador, como si el propio averno hubiera decidido reclamarla.

Su cráneo, despojado de la plenitud de la niñez negada y plagado de porosidades, mostraba apenas cuatro hebras de cabello plateado. Estos mechones, raquíticos y quebrados, colgaban como desechos en un mar de dolor, testigos silentes de una tragedia que parecía eterna.

-Madre-susurró la niña, su voz quebrada resonando como el susurro de una brisa gélida en la desolación de la noche. Su llamada era un ruego, un grito en la penumbra, dirigido a la figura que se erguía frente a su cama como un ídolo impasible.

La madre de Medea, una mujer de belleza etérea y majestad helada, se hallaba en pie, con un pequeño libro de tapa de cuero negro en sus manos. El libro, decorado con un crucifijo de oro, era su constante compañera, como un talismán de devoción y desesperanza. Aunque se decía que esta mujer era una devota ferviente, su devoción parecía sumida en la oscuridad de la indiferencia y el egoísmo.

-Dime, cariño-respondió la madre, su voz descendiendo como un manto de dulzura helada, pero sus palabras se deslizaban sobre la niña con la frialdad de la escarcha que cubre las tumbas olvidadas.

La mujer observaba a su hija con una mirada distante, casi como si estuviera contemplando una reliquia en vez de a su propia progenie. Se hallaban en la recamara de Medea, donde seis sirvientas, sombras en la penumbra de la habitación, se afanaban en su cuidado. Las jóvenes, como siluetas de un tormentoso pasado, realizaban sus tareas con una resignación y un desdén que era palpable en el aire.

Las sirvientas trabajaban en un ritual cotidiano: cepillaban el escaso cabello de la niña, limpiaban las heridas que surcaban sus piernas con una precisión dolorosa, y vendaban sus brazos heridos con la meticulosidad de quien ha aprendido a temer al sufrimiento. Dos de ellas, sin embargo, preparaban la ropa de la señorita, como si el vestirse fuera un acto de preparación para una batalla inevitable contra el destino.

En medio de este siniestro acto de asistencia, una sirvienta, recién llegada al servicio, mostraba en su rostro una mueca de asco disimulada, mientras sus dedos tocaban la pus que brotaba de la piel lacerada de la niña. La madre, con una furia que desbordaba la frialdad de su belleza, observó la escena con una mirada que podría haber partido el hielo de un glaciar.

-Tú, ven acá ¡Ahora!-ordenó la madre con una voz que retumbó como un trueno en la cámara. Señaló a la sirvienta, cuya juventud y miedo estaban grabados en sus ojos, y cuyos rasgos no podían tener más de quince años. La impaciencia y el desdén en el tono de la baronesa eran evidentes. -¿Te atreves a mirar con repugnancia a quien sirves? ¿No eres consciente de tu posición? ¡Cada gramo de la persona a quien sirves vale mil veces más que todo tu ser!

La sirvienta, temblorosa y suplicante, se arrodilló con los brazos extendidos hacia el suelo, su postura un símbolo de la desesperación y la sumisión. El suelo frío bajo sus rodillas era un recordatorio cruel de su lugar en la jerarquía, y su miedo reverberaba en el aire como el eco de un condena que no cesa.

-Yo...-tartamudeó la sirvienta, su voz quebrándose en fragmentos de terror. -¡Lo siento, señora! ¡No fue mi intención! ¡Le juro por mi vida que no volverá a ocurrir!

La baronesa, con una calma que desafiaba la tormenta interna que sus palabras provocaban, murmuró con frialdad implacable:-Te perdonará mi látigo al tocar tu piel.

La niña, en su lecho, sufría como un ser desolado en una tormenta perpetua. La fragilidad de su existencia se asemejaba a la de un cristal quebrado, con cada movimiento un recordatorio de la agonía que dominaba su vida. No podía jugar bajo el sol, ni siquiera disfrutar del cálido abrazo de la luz diurna. Sus dientes, sensibles como hojas a la brisa, eran un riesgo constante, pues cualquier contacto podía hacerlos caer, y su piel solo conocía el baño tibio, temerosa del agua caliente que la herviría y del agua fría que la mataría. Las vendas que cubrían su cuerpo eran cambiadas diariamente, una tarea que subrayaba la debilidad y vulnerabilidad que definían su vida.

A pesar de todo, su madre, Mariam, la consideraba un tesoro invaluable, un faro de amor en un mar de desolación. Mariam era una figura que, a pesar de su aparente devoción, mostraba un amor que a menudo se encontraba enredado en las sombras de la crueldad. Cada acto de cuidado era una mezcla de devoción y desesperación, una contradicción que reflejaba la complejidad de su amor por su hija.

Entonces, en un acto de furia y desesperación, Mariam extrajo de uno de los cajones de la habitación un látigo negro de cuero de caimán, adornado con incrustaciones de rubí que brillaban como las llamas del averno. Con este instrumento de castigo, comenzó a golpear a la sirvienta en la espalda, la cual sangraba bajo el látigo como la tierra bajo una tormenta de granizo. Los gritos de la sirvienta resonaban en la habitación, una sinfonía de dolor y humillación, mientras Mariam exclamaba con un fervor que parecía desafiar el sentido común:-¡Te amo, Medea! ¡Nunca lo olvides! ¡Yo amo a mi hija!

Esta escena de brutalidad y amor torcido culminó en un momento de interrupción. El mayordomo de la casa, con una presencia solemne y serena, tocó a la puerta, interrumpiendo la sinfonía de sufrimiento con un aviso de visita:-Madam, disculpe, la señora Creta está en el despacho de su esposo.

El rostro de Miriam palideció ante la noticia, como una flor que se marchita bajo el sol implacable. Con una velocidad frenética, echó a las sirvientas de la habitación y se apresuró a abandonar el lecho de su hija, corriendo hacia el despacho de su marido con una desesperación que reflejaba la urgencia de su situación.

En el vasto y sombrío teatro de la mansión Ruelta, el destino se entrelazaba con la tragedia, y cada personaje, desde la frágil niña hasta la madre atormentada, desempeñaba su papel en un drama de dolor y esperanza rota.

Capítulo IP2: El Lamento de la Cautiva

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⏰ Última actualización: Aug 26 ⏰

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