Archivo 8: Asalto

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La explosión fue brutal. Los vidrios de la habitación fueron pulverizados por la onda expansiva, lanzando por los aires una lluvia de finos cristales cortantes. Jhon cayó de la silla, y de inmediato comenzó a gritar. Sin embargo, sus alaridos fueron ahogados por el bullicio de la planta exterior.

Scott reprimió un gemido de dolor cuando aplastó sus regordetes brazos bajo su propio peso. Sus oídos quedaron ensordecidos por la explosión, y la capucha lo estaba asfixiando en ese momento.

―¡Están atacando la base! ―fue el colosal rugido del teniente coronel.

Un arma fue percutada hasta vaciar el cargador, luego otra. Pasos acelerados llegaron hasta donde los muchachos estaban. Los disparos se repitieron como una ráfaga desenfrenada de ira reprimida. Los gritos de la mujer a través de los altavoces se diluían con el chirrido de las bocinas de emergencia. La energía eléctrica aun funcionaba en la base.

Los soldados emergieron de todos los rincones de la ESAC, tal como si de una colonia de hormigas se tratase. En solo un minuto, aquella tranquila mañana en Madrid, se llenaba de plomo.

―¡Envíen todo lo que tenemos, joder! ―rugió el teniente coronel―. ¡Los putos alíen no van a cogernos de gratis! ¡Van a sangrar!

La voz de la mujer continuaba gritando por el altavoz, intentando comunicar algo importante. Sin embargo, los soldados estaban extasiados de locura y poder. Sus armas solo eran el reflejo de sus atribuladas almas. Al menos en tres ocasiones tuvo que repetir su nombre para sacarlo del trance.

―...saque a los objetivos de ahí. ¡Tienen información valiosa para el gobierno!

Un haz de luz pareció atravesar las paredes. Pero aquello era imposible. Nada podría atravesar las paredes a menos que...

La pared entera se deshizo como la arena llevada por el viento. Algunos soldados cayeron deslizándose por la pared, gritando con desesperación, hasta agotar sus voces. Pequeños relámpagos azulados, como las ramas de un intrincado árbol, recorrieron la muralla en una fracción de segundo, y todo a su paso, se deshizo como el polvo. Acero reforzado, aluminio, hormigón, fierro, todo caía como arena sobre sus pies.

―¡Clover, saca a estos gringos de aquí! ―ordenó el teniente coronel.

Uno de los soldados se acercó rápidamente a ellos. Scott fue alzado de inmediato sobre la silla, y sintió como un hombre le desataba las manos con destreza. De inmediato lo puso de pie, y a rastras lo sacó de la habitación.

La capucha también voló de su rostro. Sus empequeñecidos ojos apenas percibieron la fantasmal luz que se filtraba a través de las cortinas en el pasillo.

―¡Muévanse, muévanse! ―le apremió el soldado. Scott analizó el rostro de su salvador, o quizá su verdugo; aun no lo decidía.

―¿Qué demonios está pasando? ―la voz aterrada de Jhon llegó a sus espaldas.

Scott giró la cabeza para ver a su compañero, y aquello le hizo perder el control de sus extremidades y se estampó contra el piso. Su caída hizo lo mismo con Jhon, quien se deslizó sobre el pasillo con un estridente golpe. Scott sintió la humedad de sus pantalones en toda la barriga. Había olvidado que horas antes se orinó cuando pensó que moriría en ese cuarto.

―¡Arriba, muévanse! ―les ordenó con furia un segundo soldado, aquel que liberó a Jhon.

Un haz de luz atravesó la puerta, desintegrándola en una ola de fuego que se consumió antes de que los restos polvorientos de ella, tocaran el suelo.

La última arca de los GeekersDonde viven las historias. Descúbrelo ahora