Mi Tempestad

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Ahí está otra vez, esa tempestad con pulmones y corazón propios. Me observa, me acecha, maquina su próximo ataque.

Se aleja. No respiro aliviado. Nunca es tan sencillo. A la tempestad le gusta que sus víctimas se confíen antes de desatar su ira y su destrucción.

¿Lo ves? Ya vuelve. Escucho sus pasos firmes y pesados, redoblando como truenos que se forman en las nubes. Su veneno la precede, impregando y viciando la atmósfera. Si esto fuera una película, se oirían tambores de guerra. Si fuera una película, respiraría aliviado como representante de una función. Pero no. Esto es real.

Ya está. Me alcanza la primera descarga y aprieto los puños. Sé que va para largo. Siempre dura demasiado, pero claro, ¿acaso hay un tiempo considerado aceptable cuando se soporta una tortura? Hasta medio segundo es demasiado para el que tiene carbones bajo los pies desnudos.

Para la tormenta. Noto sus ojos taladrándome, en silencio, Zeus trabajando en su fragua preparando la siguiente chispa.

Casi puedo tocar la demencia calculadora que expulsa por los poros. Soy escoria, o eso dicen sus ventanas al alma, cuya negrura amedrentaría al mismísimo Mío Cid, absorbería el ímpetu caballeresco del hidalgo Don Quijote, y haría desear a Dante yacer eternamente en el más profundo círculo del infierno. Sus ojos vaticinan cada sílaba punzante que clavará directamente en mi psique.

Sin misericordia. Cuanto más duro sea, mejor. Castigo divino para el impuro.

Aquí vuelven los rayos, y hay indicios de que aunque amaine, las nubes no se despejarán mientras viva bajo este cielo.

Su bilis alimenta mi rabia, y mi rabia se convierte en nuevas herramientas de tortura que usar en mi contra.

No importa si lo que dice es irracional o falso. Sólo el chorro incesante de agua hirviendo, y la fuente de la que proviene que lo hace inmediatamente justo, pues juez y ejecutor son respondabilidades que recaen en un mismo cuerpo y la justicia es una zorra esquiva con mil disfraces.

Aguanta, me digo a mí mismo, sabiendo que no lo lograré. Aguanta, rechina los dientes y que las lágrimas no broten. Trabajo de contención intensivo. Ira, tristeza, desesperación, impotencia, frustración. Actores de una obra que siempre se ensaya y nunca se representa ante el público.

Quiero huir, pero no puedo. Soy un ratón en una jaula, indefenso en las manos de un niño que no ha sido enseñado a respetar la vida animal.

Los truenos se alejan y me dejan con el pulso danzando a doble bombo, y es ahora cuando es más duro resistir, pues aunque lejanos, los peores improperios golpean mis tímpanos.

Un último esfuerzo, me digo, y agarro mi teléfono móvil para escribir unas líneas que me evadan de los más dañinos de mis pensamientos.

Cuando me quiero dar cuenta, todo está en calma, menos mi pecho. Alzo la mirada al cielo y el tono gris oscuro con el que va vestido me susurra que pronto todo volverá a empezar.

Lloro.

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