4: Oportunidades

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Jamás me había replanteado que el simple sonido de un sorbido me pudiese parecer tan irritante

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Jamás me había replanteado que el simple sonido de un sorbido me pudiese parecer tan irritante.

Sin embargo, me fascinó la capacidad con la que contaba el hombre sentado a mi lado para sacarme de quicio con la más mínima acción, ya fuese el ruido de su garganta al tragar o la manera tan elegante, casi actuada, de mover sus extremidades.

—¿Qué le parecen los alrededores? —preguntó de manera cordial Margot, supuse que con el fin de destensar el ambiente.

Lord Edwards depositó la taza de té sobre la mesa de manera liviana, antes de responder:

—Bastante agradables —confesó—. Me parece una zona mucho más tranquila para establecerse que el centro de la ciudad —mientras hablaba, me percaté que la opaca seriedad de su rostro se resquebrajaba un poco, mas no lo bastante como parecer interesado en el coloquio.

—Entonces, este campestre lugar es suficiente como para poder complacer sus exquisitas exigencias, ¿milord? —dije de la manera más airosa que encontré, intentando suavizar con curiosidad mi evidente pulla—. Supongo que sus gustos son modestos cuando no se trata de ningunear a una mujer.

La mansión situada a las afueras de Londres de los Beckford se podía denominar de muchas formas, salvo campestre y modesta. Sin embargo, me apetecía hacer uso de mi lado más sarcástico.

Por lo poco que había podido observar en la personalidad lord Edwards, se trataba de otro de los muchos caballeros de alta cuna que se enrabietaban cuando una dama no actuaba según a sus expectativas sexistas y degradantes; por lo tanto, no pensaba tener ningún tipo de benevolencia.

Noté todo su cuerpo tensarse a mi lado, sin embargo, su rostro permaneció estoico mientas me dedicaba una arrogante mirada de soslayo.

—Jamás podría catalogar ningún favor que reciba por parte de un amigo como insuficiente —espetó con condescendencia—. Y, no se equivoque, tan solo soy insufriblemente exigente con la gente que carece de educación, señorita Fernsby.

La manera en la que pronunció mi apellido se asemejó al frío glacial que te perforaba los huesos cuando el invierno alcanzaba su punto más álgido. La ira que me inundó consiguió sobreponerse a la intriga que había suscitado su afirmación, pues no entendía qué tipo de favor le podía estar haciendo el marido de mi amiga. Iba a aventurarme a responderle de la peor de las maneras, sin embargo, Margot se me adelantó:

—Eric y yo estamos brindándole alojamiento a sir James hasta que su apartamento de Londres sea habitable —explicó sosegadamente—. Así que me complace escuchar que se encuentra cómodo.

Supuse que la intención de aquella explicación era sosegar el malhumorado huracán que se estaba empezando a formar entre lord Edwards y yo, sin embargo, mi amiga me acababa de brindar la oportunidad de desplegar una gran táctica defensiva.

—De verdad, Margot, nunca cambiarás —le dije con genuina admiración—. Tu hospitalidad no conoce límites, yo, en tu lugar, no podría —le halagué al mismo tiempo que menospreciaba al caballero que yacía a mi lado.

Por un segundo baile | Gemas LondinensesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora