Londres, 1821
Alto, bien parecido –que no guapo–, y con sentido del humor.
Aunque, luego pensé que, pese a ser esas tres cualidades los requisitos más destacables de la lista mental que estaba confeccionando, no podía limitarme a mí misma.
Por supuesto que el hombre que tuviese la suerte de colocarme un anillo en el dedo debía ser todas esas cosas, pero también amable, con el suficiente dinero para vivir desahogadamente, con cierta sensibilidad hacia el arte y con una bonita sonrisa. No había cosa que me desagradara más que una dentadura mal cuidada.
¿Debía también añadir que era imperativo que esa persona me diese libertad y le gustase hablar tanto como a mí? Por supuesto. Nada sería tan aburrido como un esposo que no supiese aguantar el ritmo de los tan interesantes coloquios que podía ofrecerle. Y, no podía olvidarme del requisito más importante: que aceptara que nuestro matrimonio no sería más que una unión beneficiosa para ambas partes.
Me imaginé que, tal vez, debía enterarme cuáles eran los caballeros que, secretamente, no se sentían atraídos por el sexo femenino, ya que lucía la opción más alentadora frente la horrorosa situación ante la que me encontraba.
Padre y madre habían dejado clara su posición a mis inminentes veinticinco años. No les importaba que me convirtiese en una solterona, sin embargo, no le encontraban el sentido a seguir derrochando dinero en su hija menor. Eso significaba una vida anclada a aquella casa de campo tan insulsa y apartada de la civilización; no más temporadas en Londres, no más vida social y cultural, no más diversión... solo monotonía y tedio.
Jamás había contemplado la posibilidad de que mi empecinamiento por permanecer soltera podría acarrear tal nefastas consecuencias.
Aunque en mi defensa debía decir que no había varón en toda Inglaterra que valiese la pena. Margot se había casado con la única opción que no suponía someterse a un yugo matrimonial sexista y degradante, pese a que, a mis ojos, su marido tampoco despertase nada excitante en mi interior.
Esta última afirmación conformaba la totalidad de mi problema, desde mi punto de vista –quizás sugestionado por las novelas románticas a las que estaba aficionada–, el matrimonio solo era una opción cuando la persona que se tenía delante despertaba fervientes deseos en lo más profundo de las entrañas.
Un requisito desorbitado, por lo que no formaría parte de mi lista.
—Señorita Fernsby —una voz profunda y sin gracia, me obligó a volver a la realidad.
Observé al hombre con el que había accedido a bailar en la primera celebración de la temporada de ese año. Su cabello negro, al igual que sus ojos, le daban un aire sosegado a aquellas facciones marcadas que conformaban su rostro. También era alto, sin embargo, ni siquiera me había percatado de su presencia a lo largo de la pieza que habíamos compartido, por lo que entraba, directamente, en la lista de los vetados. No soportaría a un caballero tan insulso como para no ser capaz de llamar mi atención ni mientras bailábamos. Pensé en que debía comenzar a conceder más de un baile por velada si quería ampliar mis opciones.
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Por un segundo baile | Gemas Londinenses
Ficción históricaWendolyn Fernsby nunca le había tenido miedo a la soltería. Sin embargo, a las vísperas de su veinticinco cumpleaños, la realidad le da un baño bien frío. Necesita encontrar un marido. Lo antes posible. Pero, claro, siempre ha sido muy exigente con...