3: Consecuencias

88 11 55
                                    

Al día siguiente me desperté con un dolor de cabeza insoportable

¡Ay! Esta imagen no sigue nuestras pautas de contenido. Para continuar la publicación, intente quitarla o subir otra.

Al día siguiente me desperté con un dolor de cabeza insoportable.

Mas, ese no fue el peor de los castigos, puesto que Clarissa Fernsby, condesa viuda de Norfolk, la cual, casualmente, también era mi tía política y la persona que, muy amablemente, me daba cobijo en Londres en cada temporada, apareció de manera brusca en mis aposentos a los pocos minutos de que despertase.

Como siempre decía, su sexto sentido de bruja nunca le traicionaba. Y, por el pronunciado gesto de disgusto que empañaba su rostro, pude deducir que algo más que su intuición había avivado el fuego de su enfado. Supuse que tendría algo que ver con el hecho de no recordar cómo había llegado a mi habitación y a la fuerte migraña que atormentaba la lucidez de mi brillante cabeza.

—¡Wendolyn Marie Fernsby! —exclamó con esa frialdad que reservaba para las visitas no deseadas.

Su voz hizo eco en mi interior, pronunciando el tamborileo de mis sienes, por lo que llevé mi mano derecha a la frente, como si ese gesto, de alguna manera, fuese a minar el terrible dolor.

—Buenos días a ti también, tía —bromeé a sabiendas que lo único que conseguiría con ese comentario sería sacarla aún más de sus casillas.

Sus finos labios se torcieron con hastío, enturbiando la elegante belleza de su pecoso rostro. Pese a no ser familia consanguínea mía, la gente siempre decía que nuestro parecido era innegable, aunque siempre había pensado que, para el resto del mundo, las pelirrojas de ojos azules lucíamos todas como dos gotas de agua.

Desde mi punto de vista, tía y yo no teníamos nada en común, pues los rasgos de ella, afilados por el paso de los años, eran mucho más pronunciados que los míos, al igual que nuestros cabellos poseían un tono de pelirrojo totalmente distinto: el suyo se asemejaba más al de una naranja ­–aún brillante, pese a las canas– y el mío era más manzana. Lo único que compartíamos era el azul profundo que habitaba en nuestros iris, las pecas y nuestra increíble e ingobernable astucia. Esa última similitud era la que había llevado a la inquebrantable condesa a ablandar su corazón ante una muchacha que solo sabía darles sobresaltos a sus delicados nervios.

—En todos mis años de vida no había presenciado un espectáculo semejante como el que diste anoche —comenzó a arremeter contra mí con esa lengua afilada con la que una vez se hubo forjado su reputación—. ¿Puedes si quiera imaginar el bochorno que sentí cuando, ni pasada la medianoche, lady Beckford se presentó contigo aquí en un estado tan... tan...?

—¿Deplorable? ¿Indigno? ¿Vergonzoso? —le sugerí, intentando suprimir la sonrisa que jugueteaba en las comisuras de mis labios.

Tía levantó el mentón, a modo de advertencia. Su paciencia tenía un límite. Sin embargo, ese hecho me alentaba aún más a querer oscilar sobre la cuerda floja de su mal humor.

—Deshonroso —dictaminó con un fuego glacial ardiendo en el océano de sus ojos.

—Todo tiene una explicación —repliqué—. Sabes que yo nunca me pondría en evidencia de esa manera...

Por un segundo baile | Gemas LondinensesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora