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Hay quien dice que no existen los fantasmas. Eso es falso, convertimos en fantasmas a aquellos a los que ignoramos.

Los hacemos invisibles. Aunque no lo sean. Aunque no se lo merezcan. 

Hyunjin caminó presuroso en dirección a la glorieta de Embajadores sin dejar de mirar constantemente a ambos lados. Durante los últimos seis meses se había acostumbrado a estar siempre pendiente de todo aquello que le rodeaba, lo había necesitado para seguir con vida.

Vivir en la calle no era fácil; algunos energúmenos tenían la estúpida creencia de que era muy divertido burlarse, empujar e incluso golpear a los sin techo. Y él era justamente eso. Un sin techo.

Cruzó la carretera y entró en la Casa de Baños de Embajadores, se encaminó hasta el mostrador y esperó paciente su turno. Del hombre que le precedía en la fila emanaba un insistente olor a humanidad en estado puro: sudor, excrementos, orina... Era apestoso. Hyunjin volvió la cabeza disimuladamente y pensó, no por primera vez desde hacía ya algún tiempo, que él jamás se permitiría llegar hasta ese extremo. 

Quizá se viera obligado a vestir harapos y dormir en cajeros automáticos o albergues para indigentes cuando el frío apremiaba, pero jamás perdería su dignidad hasta el punto de olvidar bañarse al menos un par de veces por semana.

Cuando llegó su turno, sacó de uno de los bolsillos del pantalón los cincuenta céntimos que costaba ducharse y se los entregó sin decir palabra a la mujer que estaba al cargo de la entrada. Ella cogió el dinero y le indicó el número de la ducha que podía utilizar. No hubo más conversación entre ellos. Hyunjin le agradeció la información con un gesto de la cabeza y se internó en los blancos, monótonos y asépticos pasillos.

La planta baja del edificio estaba destinada a las mujeres, la de arriba a los hombres. 

 Caminó cabizbajo hacia las escaleras, sin dejar de pensar en que tras seis meses yendo cada lunes y viernes a la Casa de Baños seguía sintiéndose como un extraño. Pese a ver a la mujer del mostrador dos veces a la semana, ella no se había molestado jamás en dirigirle la palabra. No la culpaba. Imaginaba que estaría harta de que borrachos y gente con problemas de cordura la amenazaran, la insultaran, o simplemente le gritaran. 

En el tiempo que llevaba yendo a asearse allí había visto de todo; pero él jamás había hecho nada reprochable, y le parecía injusto que tuviera que pagar por ello. No obstante, se había acostumbrado al silencio inmisericorde que dominaba su vida.

A veces pensaba que vivir en la calle lo convertía en alguien invisible, otras veces que era poco más que un animal que se movía por instinto. Apenas recordaba lo que era hablar con alguien, mantener una conversación en que ambas personas se respetaran y se miraran como seres humanos.

Cuando recorría las calles la gente le esquivaba sin apenas mirarle; si entraba en un supermercado, siempre había un vigilante siguiéndole. Cuando paseaba por los parques, las madres alejaban a sus hijos de él, como si fuera un leproso que pudiera contagiarles alguna enfermedad innombrable. Aunque eso sería difícil ya que él se aseguraba de estar limpio y aseado en la medida de sus posibilidades. Por tanto, lo único que podía contagiar era desesperación y vergüenza. Nada más.

Le molestaba en lo más profundo que la gente se apartara de él. No pedía nada a nadie, no mendigaba ni robaba. Solo paseaba por las calles. 

Sí, puede que se asomara a los cubos de basura y las papeleras, pero era la única manera que había encontrado para ganarse, más o menos, la vida. Buscaba chatarra: sartenes rotas desechadas por las amas de casa, aparatos electrónicos a los que pudiera destripar y sacar los cables de cobre que luego vendería; cualquier metal que lograra conseguir suponía la diferencia entre comer o no. Y no era el único que lo hacía; últimamente mucha gente se dedicaba a lo mismo que él. En los tiempos que corrían, hasta la basura escaseaba.

Si algo tenía claro en este mundo era que no mendigaría, nunca. Su maltrecha dignidad, o lo poco que quedaba de ella, no se lo permitiría. Tampoco robaba, antes prefería cortarse las manos. Solo buscaba trabajar, nada más. No era tan complicado... o sí. Sí lo era.

La gente se alejaba de él como si fuera un apestado. Cuando entraba en las fábricas y comercios pidiendo trabajo le echaban sin permitirle apenas hablar... al menos casi siempre.

Esa semana algo había cambiado. Alguien había hablado con él y mantenido una conversación en la que no se burlaba ni le miraba con compasión.

Una anciana le había escuchado y tratado como a una persona, y su precioso nieto le había invitado a tomar el primer café que se tomaba en mucho, mucho tiempo y luego había comido un primer plato, un segundo plato y un postre por segunda vez en ese mes. Por segunda vez en seis meses.

Entró en el cubículo estéril que era la ducha, se aseguró de cerrar la puerta con cerrojo y se quitó de la espalda la pesada mochila que contenía todas sus pertenencias. Buscó en ella el pequeño frasco que había llenado de jabón en el aseo de la cafetería en la que había comido con la anciana y su nieto. Ni siquiera podía comprar gel. Sacó la toalla raída con la que se secaría y comenzó a desnudarse.

En las duchas de la Casa de Baños no había espejos, pero aun así sabía que su cuerpo ya no tenía la misma consistencia que antaño. A veces pensaba que se estaba convirtiendo en un fantasma: intangible, invisible... insensible. Sus brazos delgados y débiles ya no podían hacer el trabajo que antes realizaban. El vientre cóncavo y las costillas marcadas eran buena muestra del tiempo que hacía que no se alimentaba bien.

Mientras esperaba a que el agua de la ducha se calentara, recordó con una sonrisa sesgada el momento, hacía ya dos semanas, en que se sentó por primera vez en la cafetería y pidió el menú al que le había invitado la dueña de la mercería. Sus ojos apenas podían mantenerse secos ante la cantidad de comida que el camarero puso ante ellos. Se lo comió todo. No dejó ni siquiera las migas. Y de la misma manera que entró en su estómago, lo abandonó apenas unos minutos después.

Sí. Poco después de salir de la cafetería, vomitó parte de la comida.

Sus intestinos, poco acostumbrados a banquetes copiosos, se habían rebelado ante la avalancha de alimentos que entró en ellos. Sintió el primer calambre en el vientre justo al salir a la calle; apenas tuvo tiempo de ocultarse entre las sombras de un callejón cuando, vencido por las potentes arcadas, vomitó.

Los dolorosos espasmos remitieron al cabo de unos minutos interminables, pero él continuó con la frente apoyada sobre los fríos ladrillos del edificio. Hirviendo de rabia y vergüenza por haber perdido lo que tanto tiempo llevaba anhelando, deseando... necesitando. Se dejó llevar por la derrota, sintió las lágrimas amargas recorrer sus pómulos afilados. Un instante después, furioso consigo mismo, sintiéndose una vez más como escoria, se limpió la boca con el dorso de la mano y escapó de la horrible escena de la que había sido protagonista.

Se perdió entre las callejuelas con el firme propósito de no regresar más a aquella tienda en la que una anciana se había compadecido de él y le había dado el mejor regalo del mundo. Comida. Un regalo que él había desperdiciado al haberlo devorado ansioso, frenético, asustado ante la idea de que el camarero cambiara de opinión y se lo llevara.

Comió como un animal. Sin paladearlo, sin masticarlo. Solo engullendo. Pero su determinación duró apenas una semana.

Había regresado a la pequeña mercería.

Sí. El hambre hacía trizas el orgullo. Y él tenía mucha.

Volvió a la pequeña tienda, donde le recibió la mirada irritada del joven chico y la sonrisa de la anciana. Observó su rostro buscando signos de enfado, o lo que sería peor, compasión, pero solo encontró simpatía y alivio.

Alivio porque en esos momentos ella necesitaba a alguien y él había llegado en el momento justo.

Creyó tocar el cielo con las puntas de los dedos.

La anciana confiaba en él. Se fiaba de que llevara a cabo correctamente su encargo y no lo miraba con compasión, desidia o mal humor, sino todo lo contrario. Lo miraba sonriendo porque él la iba a sacar de un apuro. Se sintió poderoso, orgulloso y útil. Alguien lo necesitaba. Por fin.

Sacudió la cabeza para escapar de los recuerdos, la alzó hacia la alcachofa de la ducha y dejó que el agua templada se llevara las lágrimas que comenzaban a resbalar por sus mejillas a la vez que un nudo de pura emoción cerraba su estómago.

Stay with me || Hyunlix✔Donde viven las historias. Descúbrelo ahora