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Huir. Escapar. Sobrevivir.

Intentar mantenerte con fuerzas a pesar de que no puedas más, sintiendo que te hundes hasta lo más profundo del abismo.

Obligaciones, prioridades, estudios, trabajo, vida social, relación con uno mismo...

Hasta que llega el día que todo lo anterior colapsa, se desborda con una explosión potente. Pero a partir de ahí, cuando tocas fondo, coges impulso, y comienzas a subir.

Un momento en el que decides que por tu bienestar, necesitas ser tu prioridad. Que harás lo que sea necesario: cortar relaciones tóxicas, deshacerte de cosas que no te hacen ningún bien, organizarte para hacer lo que realmente quieres, sacar más tiempo para disfrutar de tu soledad... Ponerte como el verdadero y único número uno.

Porque ahí es donde deberíamos haber estado hace tiempo, pero toca aprenderlo mediante lecciones, tropezando con piedras por el camino, dándote cuenta de cosas que antes no podías percatarte de su mera existencia.

Y ahí, poco a poco, comienzas a abrir los ojos, vuelves a ser tú y recuperas tu brillo. Ese tan radiante que tenemos como esencia. Y es el proceso, no la meta, lo que realmente hace que valga la pena.

Son, esos pequeños objetivos, lo que nos guían paso a paso, por muy diminuto que sea.

Y debería ser algo que tendríamos que tener presente en cada momento. Incluso aquellos donde no confiamos ni en nuestra propia sombra.


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