Capitulo 10.

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Desperté bruscamente cuando empezó a sonar mi móvil. Todavía dormido, me
tapé la cabeza con la almohada y traté de aislar el ruido. Pero el teléfono insistía.

La llamada fue a parar al buzón de voz. Cinco segundos más tarde, el teléfono
empezó a sonar otra vez.

Estiré un brazo hacia un lado de la cama, busqué a tientas hasta encontrar mis
tejanos y saqué el móvil de uno de los bolsillos.

—¿? —dije, al tiempo que bostezaba con los ojos cerrados.
Alguien bufó al otro lado de la línea.
—¿Qué ha pasado? ¿No ibas a comprar algodón de azúcar? ¿Por qué no me dices dónde estás y así voy a ahorcarte con mis propias manos?
Me palmeé varias veces la frente.
¡Creía que te habían secuestrado! —continuó Cat—. ¡Que te habían abducido!
¡Que te habían asesinado!
Traté de encontrar el reloj en la oscuridad. Derribé el marco de una foto que había
sobre la mesilla de noche, y las de detrás cayeron en efecto dominó.
Me entretuve mirando el Arcángel —dije—. Cuando regresé al salón de juegos ya te habías marchado.
—¿Qué clase de excusa es ésa?
Miré el reloj de la mesilla. Eran más de las dos de la mañana.
Estuve dando vueltas por el aparcamiento durante una hora —dijo Cat—. Sebastián se pateó todo el parque enseñando la única foto que tengo de ti en mi móvil. Te llamé al móvil tropecientas veces. Un momento. ¿Estás en casa? ¿Cómo llegaste a casa?
Me restregué los ojos.
Me trajo Alec.
—¿Alec el acosador?
—No me quedaba otra opción —dije secamente—. Te fuiste sin mí.
—Pareces exaltado. No, no es eso. Más bien agitado… aturdido y excitado. —
Podía ver cómo se le abrían los ojos de par en par—. Te besó, ¿verdad?
No respondí.
—¡Lo hizo! ¡Lo sabía! He visto cómo te mira. Sabía que esto iba a ocurrir. Me lo
veía venir.
Ahora no quería pensar en eso.
—¿Cómo fue? —insistió Cat—. ¿Un beso de melocotón? ¿De ciruela? ¿O quizás un beso de al-fal-fa?
—¿Qué?
—¿Fue un piquito o un beso con lengua? Es igual. No tienes que responder. Alec
no es la clase de chico que se ocupa de los preliminares. Hubo lengua. Seguro.

Me cubrí la cara con la otra mano. Alec probablemente pensaba que no tenía
ningún control de mí mismo. Me había derretido entre sus brazos como mantequilla.

Antes de decirle que debía marcharse, había emitido un sonido medio suspiro de
dicha y medio gemido de éxtasis.
Eso explicaba su sonrisa arrogante.

—¿Podemos hablarlo más tarde? —pregunté, pellizcándome la nariz.
De eso nada.
Suspiré.
Estoy muerto de cansancio.
—No puedo creer que quieras dejarme con la intriga.
—Lo que quiero es que lo olvides.
—Por nada del mundo.
Intenté visualizar los músculos del cuello relajándose, contrarrestando el dolor de
cabeza que sentía.
—¿Sigue en pie lo de ir de compras?
—Pasaré a recogerte a las cuatro.
—Creía que habíamos quedado a las cinco.
Las circunstancias han cambiado. Pasaré más temprano, si es que puedo
librarme de mi familia. Mi madre tiene una crisis nerviosa. Se culpa a sí misma por mis malas calificaciones. Aparentemente, la solución es pasar más tiempo juntas. Deséame suerte.

Cerré el móvil. Veía la sonrisa amoral de Alec y sus relucientes ojos azules casi negros. Después de dar vueltas en la cama varios minutos, dejé de intentar consolarme. La verdad era que, mientras Alec estuviera en mi cabeza, no habría consuelo posible.

Cuando era pequeño, el ahijado de Dorothea, Lionel, rompió uno de los vasos de la cocina. Barrió todos los trozos de cristales excepto uno, y me retó a lamerlo.

Me imaginaba que enamorarse de Alec era un poco como lamer aquel pedazo de cristal. Sabía que era una estupidez. Sabía que lastimaba. Después de tantos años, una cosa no había cambiado: me seguía atrayendo el peligro. De repente me incorporé en la cama y cogí el móvil.
La batería estaba cargada.

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