3. Laia

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El descafeinado soluble de marca blanca de la tienda de la esquina no estaba mal si le añadía la leche justa para que no supiera a jabón de lavavajillas. Como no podía tomar cafeína por la noche a causa del insomnio, era la mejor alternativa a una bebida caliente que me gustara, porque odiaba el preparado de cacao y el chocolate era demasiado denso.

Coloqué mi taza favorita, con una foto de los integrantes de Dynamite, sobre la mesilla de noche y, antes de ponerme los tapones, oí la respiración entrecortada de Hugo, que provenía de su habitación. Esa noche me dormí con un mal sabor de boca, y no precisamente por el café. Aún no me creía que hubiera conocido a una de mis personas favoritas. La voz de Lee Daehyun era magia y, todo él, poesía. Me habría gustado decirle que lo admiraba, que casi lo amaba, a su música, su talento. A él y al resto de los chicos de su banda, por haber entregado tanto al mundo, por haberme salvado; pero era una idiota sin remedio y había dejado pasar una oportunidad que me estaría recriminando el resto de mi existencia. Aunque me consolaba creer que él agradecería que no lo hubiera acosado como hacía medio fandom.

Años atrás, había estado destruida, rota, tan rota que me hubiera gustado dejar de existir, pero las canciones de Dynamite sonaban en mis auriculares de manera constante, devolviéndome hasta las ganas de bailar, y luchar por mí y por Hugo. Ese grupo musical me hacía sentir fuerte y olvidaba que había llegado a una edad en la que no había logrado mi propósito y creía que el tiempo corría en mi contra. No es que los acontecimientos caducaran cuando se cumplen treinta años, pero tenía planes, un ideal de vida que no se había cumplido. Fracasé una y otra vez a pesar de haberlo intentado, empezando por el fatídico día en el que abandoné en mi último año de facultad para cuidar de un crío.

Dynamite me devolvió la esperanza de creer que todo puede cambiar, que la suerte puede cruzarse en tu camino y, aunque los mensajes alentadores de sus canciones me reconfortaban, mi vida continuaba siendo tan devastadora que todo atisbo de luz acababa cuando terminaba la música. Cuando el silencio invadía de nuevo mi alma, no había ilusión ni esperanza. Cuando ellos callaban, cuando la sala enmudecía, cuando mis oídos solo escuchaban el dolor de mi interior...

Quedaba el eco de sus palabras.

Ellos habían logrado que recuperara las ganas de dibujar y me habían devuelto la ilusión por el arte, logrando que encontrara al fin el equilibrio entre intentar quererme a mí misma y continuar con mi vida de fracaso, aunque solo fuera por breves instantes. Pues la felicidad que buscaba solo creía hallarla al pintar sus caras en mis lienzos.

Ellos habían logrado que quisiera reiniciarme, aunque me estuviera costando más de lo que pensaba. Y por eso se lo debía a Lee, a todos. Y por eso no le pedí nada a Lee. Pero aquella sonrisa de su parte valía más que cualquier autógrafo. Aquella mirada, sus palabras... aunque él no supiera que le debía tanto, yo sí lo sabía. Eso era más que suficiente para estar satisfecha y creer que quizá la vida me sonreiría al haber puesto en mi camino la figura de aquella persona en señal de que todo es posible.

Pero aquel suceso no duró mucho y quedó como un sueño lejano cuando al día siguiente la rutina volvió a invadirme. Los platos resecos en el fregadero, los pinceles sucios, los lienzos en blanco, la tablet sin batería, los juguetes desparramados, la cuenta bancaria vacía...

Necesitaba un cambio, y eso, por desgracia, era algo que la música no podía darme.


Me encaminé hacia el Magic Coffee, prácticamente mi segundo hogar, y me serví una nube doble cafeinada antes de entrar a mi turno. Como era habitual, la cafetería estaba tranquila a aquella hora tan temprana en un día laboral, y aquello me permitía tomar el café con calma, puesto que llegaba siempre un poco antes. Al menos, me alegraba de no ser Antony, que estaba echando horas extras para cubrir a Sofi.

Como una flecha en el cielo azul (Disponible en Amazon)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora