—¿Qué son? —preguntó, inclinándose aún más para observar de cerca.
—Piedras preciosas —respondió el cambiaformas. El pequeño Omega a su lado sonrió, tomando el cristal entre sus dedos. El vestido de lino caía suelto por su hombro, dejando libre el cuello, las clavículas. Lyokhat bajó la mirada al pequeño río que llovía desde la montaña, donde ambos se detenían a limpiarse. Eru se recostó sobre la grama frondosa, aún con los pies en el agua.
—Es tan hermosa, ¿puedo quedármela? —murmuró el Omega. Sus rizos se desparramaron entre las pocas flores silvestres que nacían sobre el suelo. El lobo asintió, bajando la mirada al pecho, al vientre levemente pronunciado y los muslos gruesos del minino. Suavemente se levantó. Estaba desnudo y su cuerpo albergaba aún las heridas cicatrizadas que sus hermanos le habían hecho. Lyokhat fijó la mirada en el bosque, en el claro, más allá de los árboles—. Lyo.
—Tenemos que volver —dijo, bajando la mirada. Los ojitos de Eru se dilataron, sus manos tomadas la una a la otra, sobre su pecho. Lo vio encogerse de hombros, con las mejillas rosadas y la mirada desviada a su cuerpo, a su entrepierna. Lyokhat se inclinó—. No.
—No... —susurró Eru, ladeando la cabeza para mostrarle el cuello blanquecino y cubierto de feromonas dulces. Las hebras mieles acariciaban los tiernos lunares sobre la piel. Eru se encogió, juntando las piernas y arrugando su vestido de lino para mostrarle los muslos—. ¿Me llevas?
Lyokhat frunció el ceño—. Tú... solo eres un Omega mimoso.
Aún así se inclinó para tomarlo en brazos. Eru se aferró a él, rodeándole la cintura con sus piernas, escondiendo la naricita en la nuca del cambiaformas, para sentir su aroma en todo momento. El lobo lo cargó, atravesando el bosque a pie. El más joven inclinó la cabeza para mirar el cielo celeste, las ramas de los árboles, las hojas verdes. Entre grandes montañas, frente a él, un tranquilo y silencioso claro le reveló el pequeño hogar que ambos habían construido. Eru estiró los brazos para acariciar las flores de glicinas cuando Lyokhat lo bajó. Ambos se recostaron sobre la grama. El sol se filtraba apenas, iluminando el pecho del lobo.
—Mnh... Lyo... —susurró el pequeño, acercándose al cuerpo del cambiaformas—. ¿Cuánto tarda el cachorro en crecer?
—Algunas lunas.
Eru se sentó suavemente, repasando las manos por la grama del suelo. Solo se oían los pájaros, el lejano viento. El pequeño entrecerró los ojos, su vientre había crecido un poco más. Ya no sentía tantas energías como para explorar aquellas exquisitas tierras, mucho menos pasar horas juntando flores lindas para armar coronas. El Omega miró las lejanas montañas.
—Estoy cansado —confesó—. Y aburrido.
—Aunque digas eso, no te dejaré vagar solo por el bosque —murmuró el cambiaformas, recostado, respirando con total tranquilidad. Eru lo miró con el ceño fruncido. Lyokhat tenía los ojos cerrados, en total paz. El minino ladeó la cabeza, bajando la mirada por su cuello, su pecho. Los músculos estaban aperlados por el sudor, remarcando cicatrices. El Omega presionó los puños contra su vientre bajo, clavando los ojos en el miembro dormido.
—Lyo... —susurró, gateando hasta llegar a su lado. Se inclinó suavemente sobre su rostro, colocando ambas manos lado a lado del rostro de aquel hombre. Eru se sonrojó, sonriendo, apretando los deditos de sus pies—. ¿Si lo hacemos... dañará al cachorrito?
—Mnh... no si hay cuidado —lo oyó. Las mejillas de Eru se sonrojaron, el Omega suavemente se colocó encima del hombre, rodeándolo con sus piernas regordetas. Un ligero estremecimiento brotó en su vientre cuando se presionó contra la entrepierna. Lyokhat abrió los ojos, sus manos colocándose sobre los muslos pomposos—. Estás más relleno.
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El anhelo de Eru
WerewolfEl día que su cuerpo se llena de humedad, Eru despierta bajo el cobijo de un gran árbol durante la noche lluviosa en que los descendientes de Ulises buscan una presa. La marca de Lyokhat lo reclama como suyo y ante su presencia cae en los más puros...