ocho

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Les mentí.










—Eru.

Escuchó. El Omega entrecerró los ojos, apenas abriéndolos cuando la pálida luz de aquel día nublado le dio la bienvenida. Las nubes grises marchaban con rapidez en el cielo, arrastrando una lluvia gruesa y pesada, junto con un viento cálido que arrastraba las hojas de los árboles. Pensó, por el frío y la humedad, que el invierno se acercaba. Los ojos mieles de Eru se volvieron a la presencia del lobo a su lado.

Lyokhat sostenía su mano. Eru notó que estaba rodeado de mantas y almohadones, que estaba desnudo, sucio. Pero a pesar de ello, no había en su cuerpo la sensación de libertad y alegría que siempre percibía. El castaño apenas levantó la cabeza. La mano de su lobo lo detuvo.

—No lo hagas.

—Me duele todo —susurró, sus ojitos se llenaron de lágrimas. Sentía el cuerpo pesado, cansado, los huesos le dolían. El Omega apartó la mirada de la naturaleza, del enorme cielo que venía a tragarse las flores, la primavera, para dejarlos sumidos en la oscuridad de aquella habitación—. Lyokhat.

Gimió bajito, llamándolo. Los ojos del lobo destellaron, metiéndose al nido junto a él. Su cuerpo estaba tibio, cálido. Tan pronto lo percibió a su lado, escondió el rostro debajo de su barbilla, aspirando las feromonas del hombre que intentaba calmarlo. Lyokhat lo atrajo por completo, desde su pecho, manos, vientre y piernas, todo estaba en contacto. Eru creyó, por un instante, que todo lo que había pasado resultaba ser solo un sueño. Y aunque el cuerpo le doliera, su alma se tranquilizó, suspirando bajito, buscando el calor del lobo.

—Eru... —murmuró Lyokhat, sintió el vibrar de su voz en el pecho—. ¿Qué es... lo último que recuerdas?

—A ti —susurró, gimiendo bajito cuando la mano del lobo apretó su cintura. Sintió que sus yemas ásperas bajaban hasta su estómago, su vientre. Apenas el recuerdo cálido de cargar un pequeño ser dentro suyo lo acarició suavemente.

—¿Antes de eso?

Se alejó, buscando su mirada. Desde la perspectiva de Eru, Lyokhat se veía impaciente, preocupado. Podía notarlo en su aroma, su ceño levemente fruncido. Desde su naturalidad humana podía sentir cómo el caos gobernaba la mente de aquel y ni siquiera sabía el por qué. Elevó una mano al cuello del hombre y su mirada risueña se pegó a las delgadas marcas negruzcas que serpenteaban su muñeca, como una joya, un delicado brazalete. El Omega se quedó quieto, observándolo. Lyokhat tomó su mano con la suya, cubriendo por completo sus dedos, su palma. A veces olvidaba que le doblaba el tamaño.

—Eru... ¿qué viste en el bosque? —interrogó.

—Un lobo.

Eru no lo miró. Sintió la vibración en la garganta, el gruñido leve de Lyokhat. El Omega se encogió apenas, soltando feromonas dulces para que supiera que estaba ahí, suyo, para él.

—Un lobo marrón... repetidas veces. Creo que... era tu madre, no el descendiente de Kierath, sino de la real —murmuró, sus ojos brillaron, esta vez buscando su atención. El rostro de Eru estaba aperlado en sudor, ligeros cabellos se pegaban a su piel. Sus iridiscentes se cubrían de una euforia repentina, a pesar de que lo había encontrado con el cuerpo desecho—. Vino a mí. A mí, no me importó nada más, Lyokhat. Fue como encontrar mi juramento a la tormenta aquel día que te conocí. Fue...

—Eru —lo detuvo Lyokhat. Su voz gruesa le retumbó el cuerpo entero. Este se sentó, separándose. Apenas el Omega pudo levantar el pecho con ayuda de sus codos. Se apoyó, adolorido. Su lobo no lo miraba—. Yo te vi a lo lejos... tú me llamaste.

—No lo hice, Lyokhat —susurró.

—Tú me llamaste —insistió, volviendo la mirada destellante—. Cuando llegué... tú no tenías rostro, ni cuerpo... eras uno de los míos, Eru. Más pequeño que yo, pero de los míos. Te vi cambiar, volver de garras y colmillos... a un cuerpo suave y pequeño.

El anhelo de Eru Donde viven las historias. Descúbrelo ahora