final

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—Hoy habrá tormenta.

Lyokhat no se volvió cuando escuchó la voz de Drathro. Se quedó sentado sobre aquella gran piedra húmeda, con los pies dentro del agua fresca que caía de las grandes montañas. El enorme llanto había dejado atrás la tranquilidad que albergaba meses atrás. Sus ojos oscuros bajaron a las piedras preciosas entre sus dedos, aquella que alguna vez su Omega tomó con alegría.

—Trajeron... nuevos compañeros —siguió hablando Drathro, avanzando con cuidado a su lado. El bosque a su alrededor estaba silencioso, demasiado. El suelo guardaba una humedad pesada, energías engañosas que deberían advertirle que algo estaba a punto de venir. Casi siempre estaba así los días que dejaban nuevos Omegas en sus tierras. Aún dormidos, destilando un aroma dulce sobre la grama, el aire y los árboles.

Era la naturaleza alerta ante todo intruso en la tierra. Ante aquella sangre mezclada y la antigua herencia cambiaformas que acariciaba el escarlata de los nuevos. Lyokhat repasó los dedos en una piedrita negra y brillante, como un pedazo de noche.

—¿Por qué no vienes...? Es luna llena. La naturaleza se complacerá al verte tomar un compañero. Vuelve, Lyokhat, tus árboles están perdiendo hojas, el suelo que pisabas antes ahora está seco, sin vida. La tierra conectada a ti parece estar muriendo cada día —Drathro buscó su mirada. Lyokhat cedió, sintiendo que aquel lo tomaba de la muñeca. Un ligero ardor estremeció su cuerpo cuando las marcas negras renacieron como sangre entre sus brazos, manos. Runas antiguas que ninguno de ellos podía comprender. El lenguaje de la naturaleza, uno que el viento, los árboles, las raíces y los primeros seres conocían—. Lyokhat... tus marcas son mis marcas. El dolor que sientes atraviesa mis pies cuando piso la tierra, cuando mojo mis manos en el agua. Sé que querías mucho a esa criatura, que le susurrabas al oído todos tus secretos y abrías para él el mundo que celosamente ocultaste de todos nosotros. Era un ser digno para ti, como tú lo eres para la madre naturaleza.

—Me lo quitó —Lyokhat susurró, soltando la piedra negra sobre el agua. Las runas antiguas empezaban a trepar por su piel, desde su brazo, hasta sus hombros, su espalda, su pecho—. Lo desvaneció de mis ojos, de toda mi presencia. Maldito sea el día que nuestra madre le dio vida a César y a Aroth...

Apenas pronunció las palabras, Drathro arrancó su mano de la muñeca de Lyokhat. Las marcas se tiñeron de un fuerte rojizo y al separarse, la piel de ambos ardió en heridas. Drathro ocultó la sangre bajo el agua, mientras el escarlata goteaba de la muñeca de Lyokhat. El más grande tomó un poco del líquido y lo vertió sobre la piel de su hermano.

—Estamos en tierra sagrada, Lyokhat... cuida tus palabras —susurró el hombre, desviando la mirada a los árboles. Todo estaba tan quieto—. César y Aroth recibieron una respuesta a su codicia. Apenas hacia unas semanas. Varios de sus cachorros murieron, algunos de sus Omegas se durmieron una noche y no despertaron jamás. Cuando cambian de ser, la naturaleza los busca a garras y colmillos. Lo he visto, Lyokhat, las marcas quedan permanentes en su piel, no se desvanecen. Es como si la gran madre quisiera recordarles eternamente la traición de nuestra sangre, nuevamente remarcada por sus acciones... no llenes de odio tu corazón. No pienses en la venganza. Ella siempre estuvo a tu favor.

—¿Por qué me castigó a mí? —Lyokhat susurró—. Si está a mi favor, ¿por qué le quitó a él su libertad? Debería estar aquí, debería verlo correr entre estos árboles. Tiene que ver mi tierra cuando llega el otoño, tiene que sentir la calidez del sol cuando entra el amanecer después de una noche fría. El único consuelo que me queda es que se fue sin dolor. Tal vez sin comprender realmente lo que sucedió con su ser.

Lyokhat alzó la mirada a los árboles. El paso del tiempo marcaba futuras heladas. Un invierno frío y oscuro que había temido meses atrás, aún cuando Eru estaba con él. Pensó en su triste mirada al acariciar las dulces flores, susurrando bajito que las extrañaría cuando la nieve las matara. Eru representaba toda calidez propia de la primavera, de las tardes de verano. A veces creía escucharlo y lo gobernaba un dolor punzante en el pecho. Lyokhat no dejaba nada más que una desesperada soledad tras su paso.

El anhelo de Eru Donde viven las historias. Descúbrelo ahora