Se ahoga la vida

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La conversación con Luis me hizo recordar aquel imprudente y poco inteligente acto, en que tres años atrás, cuando tenía trece años, perdí la vida por casi minuto y medio...

Fue en el viaje de estudios de fines de curso. Había seguido a mis compañeros a través de la playa, recorriéndola hasta llegar al final, donde comenzamos a subir por un conjunto de rocas, erosionadas por las olas.

—¡Guau! Está realmente alto aquí, ¿Qué distancia habrá hasta el agua? —. Dijo Luís (no mi Luís, sino otro compañero), el "líder" de la expedición.

—Tienen que haber unos tres o cuatro metros—. Un muchacho de gafas, cuyo nombre no recuerdo lanzó una piedra de tamaño medio hacia abajo. El impacto de la piedra contra el agua liberó un sonido sordo, probablemente por la altura.

—¿Quién se atreve a saltar? —. Dijo otro compañero, bajo, pecoso, el mejor amigo del Luis.

A decir verdad, y como siempre me ha pasado, en aquel grupo yo no era más que una especie de extranjero, siguiendo a un guía y al resto de temerarios turistas, por lo que me limité a existir callado, sin intenciones de tomar parte del desafío. Entonces, mientras todos sonreían, para de alguna forma librarse de la etiqueta de miedoso, Rodolfo (el chico de las gafas), me miró fijamente, pues entre ese mar de sonrisas nerviosas, mi rostro indiferente no pasó desapercibido.

—¿Por qué no saltas tú, Esteban? —. Era obvio que ese imbécil tenía tanto o más miedo de saltar que los demás. Lo miré, con la única expresión que pude articular: un rostro sin interés y un poco enojado, respondiendo a su incitación:

—¿Y por qué mejor no saltas tú? —. Su expresión cambio al instante, volviéndose bastante tosca.

—¿Tienes miedo de saltar? —Dijo de pronto Luis, se acercó hacia mí y, aprovechando que era más alto, me habló a ras de piel —Sabes que yo lo puedo hacer si quiero, pero apuesto lo que quieras a que tu papá te dijo que no hicieras nada si no estaba el profesor cerca.

En efecto, tenía razón. Mi padre había usado una frase similar, pero fue ese mismo hecho, sumado a su pedante y engreída sonrisa, su salto hacia las profundas aguas y su sencillo flote, lo que me terminó de enfurecer lo suficiente como para picar el anzuelo, pensando mientras me acercaba al borde de la roca "a mi padre no le va a gustar esto".

Así que me lancé.

No recuerdo con detalle la caída, si dolió o no, pero sí recuerdo que mi cabeza fue a dar con un saliente de roca. Luego, recuerdo la sensación del agua, fría y salada, perder el control sobre mi cuerpo y un rápido subidón de adrenalina.

Sí, sabía nadar, pero por alguna razón no pude hacerlo.

¡Claro! El asunto era actuar sin pensar, sólo provocar a mi padre, buscar, aunque fuera una reacción menor de cólera, un castigo o simplemente un regaño con gritos incluidos, tratar de alguna forma de traerlo de vuelta de aquel bucle llano en que la muerte de mamá lo había sumido. Mi mente trató de funcionar durante un tiempo, movida por la angustia, y el instinto, pero respirar se me hizo cada vez más difícil, y de pronto, mi mente se apagó, dejando de sentir cualquier cosa.

Al día de hoy sólo recuerdo el rostro del profesor, mirándome horrorizado mientras la ambulancia llegaba. Unas borrosas imágenes muy brillantes de lo que me rodeaba (que bien podía ser efecto del sol sobre las nubes costeras), unos leves pinchazos en mis brazos, y luego, nada... ningún túnel, ninguna luz al final de un túnel, ninguna breve vida pasar en sólo unos segundos, nada.

Nada.

...

Luego, unos golpes, ninguna imagen, ni siquiera la conciencia, solo la sensación corporal de que mi pecho había sido brutalmente quemado.

Rostros con mascarillas, sonidos agudos de maquinas médicas, y otra vez nada.

Dos días más tarde desperté, con la vista perdida, sin el menor sentido de la orientación y mirando de un lado a otro, fijando la vista, no sé si a mí derecha o a mi izquierda, pero ahí estaba mi padre. Su rostro estaba pálido, sus ojos rojos hasta las comisuras y las mejillas. Una agridulce sonrisa se dibujó en sus labios, en su cara, entonces sentí que mi mano estaba en las suyas, moví lentamente los ojos, de sus manos a sus ojos:

"Me alegra que estés bien".

Ese fue mi castigo, una mirada melancólica, una sonrisa salada y tres meses de chequeos semanales, era tan sencillo como que mi padre no me daría lo que quería. No, no era un niño de trece años pidiendo un obsequio muy costoso, no era un niño pidiendo permiso para asistir a la fiesta del año. Sólo era un niño pidiendo una mirada de desaprobación, un castigo de dos semanas o un mes, ese era todo mi alegato, ni siquiera pedía que mamá volviera...

Supongo que ese hecho me cambió. De por si mi carácter ya era antisocial, pero aquel acontecimiento, aquel accidente, terminó por quitarme la fe en la redención. No existía un cielo para mí, no existía un infierno ni un anciano barbón con un libro, diciéndome a cuál de esos lugares debía ir. Con esa revelación se acababan las religiones, ciertos códigos sociales y morales, y sólo quedaba yo y mi egocentrismo, yo y la vida con mi padre, sin esperar nada más... y ahora aparecía esta muchacha, Sofía.

Como ya le había dicho a Luis, para mi ella era una estúpida, una estúpida contradictoriamente interesante, aunque tenía una ventaja sobre mí: en su caso, si bien no había cielo ni infierno, si había un autobús, y lo más extraño de todo, es que yo estaba ahí. Tenía muchas dudas, algunos miedos y al final de todo eso... ¿Un poco de esperanza?


Sentimientos perdidosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora