Dolor.

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Aún me acuerdo, cuando estaba en esa ambulancia mirando como papá se perdía de mi vista a medida que el vehículo avanzaba.

Un día antes le había preguntado si volvería al hospital y el me había respondido que no; que todo estaría bien y no tenía de que preocuparme.

Pero desgraciadamente la vida no es como queremos; una infección estaba comiendo mis piernas poco a poco y no podía hacer nada para detenerla.

Mis lágrimas salían sin control mientras le rogaba a mamá que no me llevara nuevamente a ese feo hospital.

El camino fue una odisea; el dolor era insoportable y era imposible para mi caminar.

Frente a mi pasó todos esos momentos felices que tuve con mi familia y mis amigos; las risas, los cuentos, las fiestas, todo.

Al llegar al hospital me tuvieron que trasladar en una camilla, pues, me era imposible caminar.

El doctor me revisó y luego me trasladaron en silla de ruedas hasta un piso más arriba, donde me dejaron en una camilla dura e incómoda.

Le pregunté a mamá que era lo que me harían, pero ella simplemente respondió que todo iba a estar bien.

No fue así.

Pasé más de doce horas sin comer absolutamente nada, el hambre ardiendo en mi estómago y la debilidad presente en todo mi cuerpo.

Hasta que una camilla me recogió y me llevaron al quirófano.

El lugar era frío y estaba lleno de aparatos con sonidos extraños.

Había cuchillas, pinzas y tijeras por todos lados.

Cuatro personas se encontraban allí y me analizaban con atención.

Un doctor mandó a levantar mi bata, quedando únicamente en mi ropa interior.

El miedo impregnado en mi, pregunté que me harían y ellos sólo respondieron; cierra los ojos.

Después de eso caí en un profundo sueño por la anestesia.

Desperté en una habitación completamente blanca, la sensación de desorientación inundaba todo mi cuerpo.

Sentía mis piernas entumecidas, no podía moverlas y mi garganta se sentía seca.

Mi mamá estaba a mi lado y me miraba con preocupación.

—¿Estás bien?— fue lo primero que preguntó.

—Si.— respondí.

Fue la mayor mentira que pude contar.

No pude caminar por una semana, mucho menor dormir, pues el dolor era totalmente insoportable.

Pero más insoportable era cuando curaban las heridas; una tijera entraba en la carne de mis muslos y limpiaba todo, era jodidamente doloroso.

Las pesadillas me perseguían todas las noches; veía sombras, escuchaba cosas sin sentido, tenía miedo.

Cuando me recuperé nunca más fui la misma.

Ya no sonreía mucho, las pesadillas eran algo habitual en mi vida, odiaba mirarme al espejo y ver mi reflejo, no me gustaba salir, los colores vivos ya no me parecían bonitos.

Poco a poco fui dejando de ser la misma.

Me convencí varias veces de que eso era crecer, eso era madurar, pero realmente me sentía otra persona, una más apagada.

Las marcas en mi cuerpo era un recordatorio constante de todo lo vivido, era el recordatorio de como cambió mi vida.

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Yannary Coba

Poemas y Pensamientos.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora