6. Un soplo de conciencia.

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Fui a la taberna de Hyunwoo apenas salió el sol. Había despertado agitado y con un fuerte dolor de cabeza. El sueño había sido tan real que por un momento creí estar de verdad con Seori. La oscuridad nocturna y la cama solitaria con las que me encontré al despertar, me resultaron insoportables. Salí de casa y me senté en los escalones de la entrada mientras miraba hacia la luna. Los sonidos del bosque, aunque un tanto tenebrosos, aminoraban el sentimiento de que algo carcomía mi corazón desde el interior. Permanecí así, abrazándome a mí mismo para soportar el viento helado, hasta que los primeros rayos de sol hicieron aparición. Entonces caminé hacia la parada de autobús más cercana y fui al pueblo.

Sin embargo, olvidé que la taberna no abría hasta después de las nueve y aún eran las siete y media. Como no quería regresar a casa todavía, entré en la primera librería que me encontré. Al abrir la puerta, el tintineo de una campanilla le avisó a la encargada de mi presencia. La encargada, una mujer de unos cincuenta años con los labios pintados de carmín, alzó un momento la mirada de su libro y luego volvió a leer. Por un altavoz, en un volumen bajo, se escuchaba una canción de Jung Mijo. La música de época, en conjunto con el aspecto de la librería, me hicieron sentir que había viajado a los setenta. En realidad, todo en ese pueblo me daba una impresión parecida.

Eché un vistazo a los títulos en las estanterías, a ver si algo me llamaba la atención. La mayoría eran clásicos o libros de autoayuda —de los que pasé rápidamente. Encontré una gorda novela de Haruki Murakami que no había leído aún y, como la portada me gustó, decidí que me lo llevaría. Mientras la encargada me cobraba, advertí la presencia de mis libros en la sección de los más vendidos.

—Choi Yongsik es muy popular en estos días —me dijo la encargada mientras contaba el dinero.

—¿Sí? No había escuchado de él.

—Cada semana tengo que pedir nuevas copias de sus libros. Apenas llegan, se agotan —comentó la encargada y me entregó el cambio. Luego me miró fijamente—. Tu rostro me suena de algún lado...

Negué con las manos, le di las gracias y salí casi corriendo de ahí. Lo que menos quería era que se supiera mi paradero. Si eso ocurría, tendría que mudarme a otro lado y ya comenzaba a encariñarme con Namhe. Además, todavía tenía que encontrar a Seori. No podía irme sin ella.

Fui a una cafetería para matar el tiempo restante. Pedí un macchiato y me lo bebí a pequeños sorbos mientras leía. No había nadie más que la barista y yo y tampoco había música alguna, así que no tardé en abstraerme en la lectura. En momentos así, perdía toda noción de la realidad. No existía un cuerpo, ni un recipiente que me contuviera. Me volvía una masa de aire flotante, un soplo de conciencia que se transportaba a otro mundo y observaba lo que transcurría en él en silencio. Las palabras formaban imágenes y las páginas, dimensiones enteras. Entonces yo podía vivir otra vida y experimentar sensaciones que no me pertenecían. Había sido así desde la adolescencia.

Transcurrieron un número desconocido de minutos y de súbito, salí de mi fuero de interior. Al alzar los ojos, descubrí al causante. Kang Sunghoon, de pie frente a mi mesa, me miraba con una sonrisa tímida pintada en el rostro. Llevaba una camisa blanca de cuello de tortuga, un largo abrigo negro, pantalones del mismo color y los mismos Oxford de siempre. El cabello, largo, casi tocaba sus hombros. Entre manos llevaba un libro del que no logré descifrar el nombre.

—¿Esperas a alguien? —me preguntó.

Negué con la cabeza e hice ademán de que se sentara. En cuanto Sunghoon tomó asiento, la barista le entregó un espresso y un muffin de chocolate. El cálido aroma del café y del chocolate no tardó en apoderarse de la mesa.

—No pedí ningún postre —le dijo Sunghoon a la barista con la voz más amable que alguna vez haya escuchado.

—Va por parte de la casa —aclaró la barista con las mejillas sonrojadas.

Sunghoon le dio las gracias y le dedicó una fina sonrisa. La barista hizo una leve reverencia y se fue a paso veloz. Yo la observé de reojo hasta que desapareció tras el mostrador. Era una mujer joven, de cuerpo menudo, rasgos finos y ojos encantadores.

—¿Están en algo? —le pregunté con curiosidad.

Sunghoon le dio un sorbo a su espresso.

—Nada de eso. Es la primera vez que me trata así.

—Deberías hablarle, es linda.

Sunghoon me miró divertido y soltó una risita.

—Tienes razón.

—¿Entonces?

Sunghoon tomó el muffin, lo desnudó de su capacillo y, mientras me miraba, le dio un gran mordisco. Tragué saliva con fuerza sin comprender porqué de pronto me sentía tan nervioso. Tal vez se debiera a la misma razón que hacía que los hombres del pueblo lo detestaran. Sunghoon se limpió las migajas de las comisuras de los labios con una servilleta.

—No me van las mujeres —dijo al fin.

Parpadeé varias veces, consternado por su respuesta. Quise preguntarle a qué se refería, pero Sunghoon abrió el libro que había traído consigo y cortó de lleno cualquier tipo de comunicación. Leí con atención la portada: «Sobre mi hija» de Kim Hyejin. Mis dudas se disiparon al instante.

Cuando dieron las ocho y media, Sunghoon cambió de lugar la pintura en miniatura que tenía a modo de separador. Se trataba de «El beso» de Edvard Munch. Luego se colocó el libro entre el costado y el brazo y se puso de pie.

—No me mires así, Choi Yongsik. No eres tan distinto a mí después de todo —fue lo último que le escuché decir antes de que se marchara.

[...]


ELLA YA NO ESTÁDonde viven las historias. Descúbrelo ahora