CAPITULO 3

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Leo entró a su habitación dando un portazo, estaba furioso. Mientras maldecía al aire, pensaba: "¡Ese hijo de puta! ¡Harry Henderson es un jodido hijo de puta!" Siendo el hijo del sheriff, creía ser intocable, y de alguna manera lo era, pero Leo estaba seguro de que un día podría reventar esa cara de niño bueno con sus puños.

Tomó la lámpara que estaba al lado de la cama y la arrojó con fuerza al otro lado de la habitación, hizo lo mismo con todo lo que encontraba a su paso. Aun recordaba su cara cuando lo vio abalanzándose hacia él, el chico estaba aterrado, su valor se había ido al caño cuando se dio cuenta de que en verdad iba a ser golpeado ese día.

Estaba enojado por cómo el chico lo había encarado frente a toda la preparatoria como si estuvieran al mismo nivel, y cuando iba a darle el primer golpe mientras lo tenía agarrado por el cuello de su camisa, Mike y Asrael lo detuvieron. Leo pensaba en él como una niña marica, pero claro, no podía tocarlo porque su padre tenía placa.

Un ruido de afuera lo sacó de sus pensamientos e interrumpió sus maldiciones hacia el Henderson. Alzó la mirada y entonces la vio. Era la chica que había estado mirando antes de que Harry llegara. Supuso que era su nueva conquista o algo así en cuanto lo vio aparecer y acercarse tanto a la chica. No era que a él le importaran realmente las conquistas del maricón, pero debía reconocer que la rubia estaba bastante bien si ignorabas el hecho de que parecía un ratón asustadizo.

Era pequeña y delgada, pero con curvas prominentes, cabello rubio, ojos enormes de color verde. Labios llenos y rojizos, la cara ligeramente redondeada aún por la niñez, cejas depiladas y espesas pestañas. Seguro era menor que él, pero eso no sería un problema.

Cuando sus ojos verdes chocaron con los miel de él, notó cómo la chica temblaba. Estaba a punto de cerrar la puerta de su balcón cuando alcanzó a detenerla y se adentró en su habitación. Había cajas y casi ningún mueble; acababa de mudarse, esa casa llevaba meses desocupada y como tenía días fuera de la ciudad, no se había percatado de que ahora tenía nuevos vecinos del lado derecho.

Observó curioso cómo lentamente ella levantaba su teléfono, y antes de que acabara la petición de auxilio, se lo arrebató y colgó la llamada. La observó un rato mientras volvía a la frescura del exterior, sentándose en la baranda ubicada en el balcón. Sus ojos le recordaban a los de un niño, inocentes, puros. Y al instante pensó: <<¿Qué hace una chica como ella en este lugar de mierda? >>

—¿Cuál es tu nombre? —cuando le preguntó eso, su expresión se descompuso aún más, parecía que estaba viendo al diablo. Por un momento creyó que no le respondería, parecía más bien a punto de llorar. No le sorprendió demasiado su reacción ante él. Su cara, su cuerpo y su manera de vestir eran dignas de un delincuente. Leo era la personificación de la violencia. Las peleas en las que solía meterse, o que solía iniciar, habían dejado huellas en él, que iban desde moretones y cortadas que se irían en unos días, hasta feas cicatrices que lo acompañarían por siempre. También estaba su mirada, la forma en que se movía.

—Rebeka. —dijo mirándolo directamente a los ojos. Algo que casi nadie hacía, más que los amigos más cercanos del chico, menos de cinco. Las demás personas agachaban la mirada cuando él los miraba y cuando pasaba. Se notaba que ella tenía miedo, pero aun así lo miraba a los ojos.

—Yo soy Leo. Leo Red. —se acercó a ella y le ofreció la mano. Creyó que se desmayaría, pero, al contrario, con aparente imprudencia preguntó algo que jamás nadie se había atrevido a preguntar por miedo a ofenderlo.

—¿Como el color? —él observó cómo abrió sus ojos hasta no poder más y cubrió su boca con sus manos mientras daba un paso atrás aterrada. Le sacó una pequeña risilla por lo tonta que era, pues ni siquiera había pensado lo que dijo antes de abrir la boca. Y aunque le molestaban las personas que no eran firmes con sus ideas, decidió ignorar esta pequeña falta de ella. Aun con la mano extendida y sin romper el contacto visual, exclamó:

— Sí, como el color. El contacto de sus manos y sus miradas conectadas fue la experiencia más extraña que tuvo.

Siempre había sido muy observador, así fue como logró llegar hasta donde estaba. Eso y que estaba dispuesto a todo por conseguir lo que se planteaba. Así fue como supo que debía alejarse de ella, mantener distancia antes de que fuera muy tarde, antes de perderlo todo, supo que no estaba bien conocerla, supo que estaba yendo en contra de todo por lo que luchó, que todo iba a terminar muy mal. Pero, como todo lo demás en su vida, no le importó.

—¿Cuántos años tienes? —preguntó mientras se removía en el balcón de la chica.

—16 ¿Y tú? —siendo cautelosa se acercó un poco a él.

—18.

—¡Beka, hija, ya llegué! —gritó alguien en la planta baja. Ella abrió aún más sus enormes ojos y lo miró asustada. El ojimiel entendió su problema y saltó de regreso a su balcón, en el que se sentó distraídamente.

Un hombre de unos cuarenta años entró a la habitación y su mirada enseguida se dirigió hacia el chico de tatuajes, pues con ambos balcones abiertos, era perfectamente visible.

—¿Quién eres tú? —preguntó condescendiente.

—Mi nombre es Leo, señor.

—¿Leo qué...? —preguntó mientras fruncía el ceño por el curioso nombre.

—Red.

—No me suena tu apellido, muchacho. —dijo mirándolo con desagrado, como si fuera poca cosa por no tener un buen apellido.

—Es nuestro vecino —dijo Rebeka mirando mal a su padre.

—Así es, justo aquí. —sonrió falsamente.

El hombre lo miró como si le hubieran dicho que su madre había muerto, el descontento en su mirada era obvio.

—Qué bien.

—Sí, esta es mi habitación, de hecho.

Y lo miró como si él hubiera asesinado a su madre.

—¡Genial!

—Bien, debo irme, pero si necesita ayuda no dude en pedírmela, señor...

—John Bermont.

—Señor John.

El tatuado sonrió hipócritamente y, antes de girarse, miró a la chica. Ya no lo miraba con miedo, ahora lo miraba con desprecio. Casi asco. ¿Desde cuándo alguien se atrevía a mirarlo así? Claro, ella era una niña de papi y él un delincuente. Claro que pensaba que él era poca cosa.

El chico no encajaba en su vida perfecta, ella no encajaba en su mierda. Era un plebeyo y no había lugar en su reino para él.

Sonrió amargamente mientras salía de su habitación. <<¿En qué estabas pensando, Leo? >>

 <<¿En qué estabas pensando, Leo? >>

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Males que curanDonde viven las historias. Descúbrelo ahora