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Hoy me he decidido. Voy a hacerlo. Aprovecharé mi semana de vacaciones para ir a Upesh e investigar la desaparición de Arlet. Ya no puedo aguantar los sueños crípticos ni las teorías conspiranoicas  que se están formando en mi mente.

Abro una mochila y meto algo de comida, agua, un libro por si me aburro...
Antes de guardar el portátil, lo enciendo y creo un nuevo documento llamado investigación Arlet, y apunto todo lo que sé sobre el caso. «Como una detective de verdad».
Compruebo que lo llevo todo y cierro la mochila.

Por último, marco el número de Siomara y la llamo. Después de varios pitidos, coge el teléfono.

—Hola, Sio.

—Hola.

—Oye, verás, voy a estar unos días yendo y viniendo de Upesh. Lo digo por si luego no me encuentras y te preocupas.

El silencio que sigue a mis palabras es, cuanto menos, intimidante.

—Upesh —repite, más una reprimenda que una afirmación.

—Sí...

—¿Esto no será por la chica desaparecida?

—Eh... Esto... Bueno, pues...

—Yaiza...

—Sí, es por la chica desaparecida —admito con un suspiro. Soy incapaz de mentir.

—Te dije que no te obsesionaras. Y me prometiste que no harías ninguna tontería.

—¡No es ninguna tontería! Simplemente me estoy yendo de vacaciones a una ciudad en la que casualmente ha desaparecido una chica. Además... Tengo que encontrarle un sentido a todo esto, Sio. Lo necesito.

—Sigue sin ser una buena idea.

—Sabes que me gustan las malas ideas.

Ahora ella suspira.

—¿No hay nada que pueda hacerte cambiar de idea?

—No.

—Está bien. Haz lo que quieras. Disfruta del viaje.

Cuelga. «Se ha enfadado», pienso. «Se ha enfadado por mi culpa». Por un momento me planteo deshacer la maleta y quedarme en casa, pero luego recuerdo los sueños. La chica, su soledad, su tristeza.
Tengo que hacer esto.

Me subo al coche, pongo una buena lista de canciones, e inicio mi larga travesía hacia Upesh —aunque en realidad no es tan larga, pues vivo a solo media hora de esa ciudad—.

Los primeros veinte minutos del camino pasan tranquilamente. Tarareo la canción que suena por la radio mientras miro al frente. La carretera está despejada, así que puedo permitirme ir un poco más rápido. No mucho, porque no quiero tener un accidente ni que me multen, pero lo suficiente como para no ir a velocidad caracol.
Hasta que llego a un cruce. El ceda el paso del carril a mi izquierda me permite seguir adelante sin frenar y eso es lo que hago.

Hasta que veo el otro coche, que se salta la señal y continúa avanzando.
Los siguientes segundos pasan a cámara lenta y a la velocidad de la luz al mismo tiempo.
El otro coche me embiste, aplastando la puerta del conductor contra mi pierna. Pierdo el control de mi vehículo, y de alguna forma me las apaño para golpear mi cabeza.

Lo último que veo antes de perder el conocimiento es al conductor huir con una mirada decidida.

Abro los ojos. La habitación gira a mi alrededor. Me duele la cabeza. Y la pierna. Ay, la pierna... Recuerdo los últimos momentos del accidente, la sangre, el conductor huyendo de la escena del crimen.

El mundo deja de girar. Contemplo lo que me rodea, desde la puerta entreabierta a mi izquierda, pasando por mi pierna escayolada, hasta el sillón a mi derecha y los goteros enganchados a mi brazo. Con cada movimiento me da una punzada de dolor.
Desde la ventana se puede ver la ciudad. Es de noche y todas las luces están encendidas. Parece un mar de estrellas artificiales.

Entonces escucho la voz de Siomara a través de la puerta.

—...Yo no pedí esto —se queja—. Te dije que lo impidieras, no que... —La otra persona la debe haber interrumpido, porque ella se calla de golpe, sin embargo no oigo ninguna voz—. Lo sé... Sí, claro que confío en ti. Es solo que... —En ese momento veo su cabeza asomándose a la habitación—. Te llamo luego.

Sio se acerca despacio, relajando su rostro, pero incapaz de borrar la preocupación.

—Hola... —saludo, y por mi voz parece que haya estado en treinta conciertos seguidos.

—¿Qué tal estas?

—Como si hubiera tenido un accidente de tráfico —Intento reírme para restarle importancia, aunque termina pareciendo que tengo algún tumor en el pulmón—. Parece que soy propensa a ellos, ¿eh?

—Al menos este no ha sido tan grave —Me acaricia ligeramente el pelo, despacio y con un cuidado excesivo—. Espera aquí; llamaré a una enfermera.

Luego de varios minutos, la enfermera —muy maja, a todo esto— sale de la habitación para dejarme descansar. Sio entra poco después.

—No tengo nada muy grave —repito lo que la enfermera me ha contado—. La herida de la cabeza no ha sido para tanto. Lo que más duele, la pierna rota.

—Menos mal. —Se lleva una mano al pecho, visiblemente más relajada.

Giro la cabeza y miro por la ventana. Siendo sincera, no se qué decir. Casi muero por segunda vez en mi vida. ¿Qué se supone que debería decir en estas circunstancias? ¿«Me alegro de seguir en este mundo»? ¿«No te preocupes por mí, podría haber sido peor»?
Al final, simplemente pregunto:

—¿Con quién hablabas antes?

—Yaiza, ¿en serio? Tienes un corte en la cabeza y una pierna rota, ¿y eso es lo que te preocupa?

—Sonabas enfadada.

No responde de inmediato. Primero se sienta en el borde de la cama; noto como ésta se hunde bajo su peso.

—Solo era un amigo.

—¿Uno que yo conozca? —La observo con sospecha.

—No. Ni creo que lo vayas a conocer.

—¿Por qué? ¿No nos vas a presentar?

—Vive en Epros.

—Uy. Eso es muy lejos.

—Exacto. Así que deja de preguntar por tonterías y descansa. —Se levanta—. Mañana vendré a visitarte, y así te llevo a casa cuando te den el alta.

Dicho eso, sale de la habitación y me deja sola.

Nueva vidaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora