15. La Junta Directiva

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Desde ese momento, el teólogo exprimió cada segundo para armar la presentación que respaldaba su excéntrica petición. Los nueve días pasaron volando.

Quince horas antes de finalizar el plazo, James descansó y preparó el material de su exposición. La reunión había sido fijada en el auditorio en el ala Oeste de la Sección Siete. McRowld durmió profundamente; estaba más que preparado. Confiaba en que su presentación sería aplaudida, tal vez incluso ovacionada por la exigente Junta Directiva.

El despertador sonó. James quería lucirse; por eso, eligió su mejor traje y su mejor perfume. Llegó al auditorio con anticipación. Miró el reloj; aún faltaba bastante. Sonrió con seguridad.

En la entrada del recinto, una señorita de cabello recogido le saludó con cortesía.

En la entrada del recinto, una señorita de cabello recogido le saludó con cortesía

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—El material para la exposición, que nos entregó ayer, ya está listo. ¿Gusta que lo anuncie de una vez, o prefiere esperar a que den las 4 p. m.?
—¿Cómo? ¿La junta directiva ya se encuentra en el auditorio?
—Llegaron hace tres horas...

La noticia le cayó como agua fría, sin embargo, se recompuso rápidamente.

—Anúnciame.

Cuando James entró al auditorio, fue recibido por un silencio abrumador.

Desconcertado por la recepción, el teólogo se detuvo antes de llegar al centro del podio y miró hacia donde se debería encontrar su público.

Las luces del recinto apuntaban al estrado, haciendo imposible ver las paredes del fondo y los asientos de hasta el fondo, aunque era obvio que estaban vacíos. Solamente la novena butaca de la primera fila estaba ocupada. Karl Beichler, director y fundador del Laboratorio, se encontraba ahí, bostezando como si estuviera aburrido. Le devolvió la mirada al teólogo.

"¿Dónde se encuentran los inversionistas?" hubiera preguntado al director, de no ser porque se le adelantó una voz artificial, proveniente de las bocinas superiores:

—Bienvenido, Dr. James McRowld. Por favor, diríjase al centro.

El teólogo fijó su atención en los altavoces, notando así que, por encima de los asientos, se encontraban dos palcos rodeados con vidrios polarizados, tras los cuales se ocultaba la identidad de los catorce inversionistas presentes.

—Cuando esté listo, puede comenzar —presionó la voz robótica de los altavoces.

James se mostró incómodo. No poder verles la cara le creaba inseguridad.

«¿Por qué tanto secretismo?», reflexionó James. «¿Quiénes son estas personas que preferían mantenerse en el anonimato?».

El ambiente era intimidante. No obstante, el teólogo, en vez de dejarse vencer por sus emociones, se acomodó los lentes, avanzó hasta el centro del podio y comenzó a exponer.

Su objetivo era convencer a la mesa directiva de que le permitieran estudiar las Tablillas de la Creación, argumentando que estas piezas antiguas habían sido la base de todas las religiones existentes

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Su objetivo era convencer a la mesa directiva de que le permitieran estudiar las Tablillas de la Creación, argumentando que estas piezas antiguas habían sido la base de todas las religiones existentes.

—Incluso el Hso'kismo se jacta de que sus libros sagrados principales provienen de las Tablillas de la Creación —puntualizó. —Por ese motivo, espero encontrar en ellas el origen del mito de los ángeles, los mensajeros divinos.

James proyectó la imagen de varios so'kgrafos, mostrando junto a cada símbolo su significado, igual que en el compendio del diario de su padre.

—Y podré leer las tablillas porque, durante años, he estudiado los miles de ideogramas que componen su escritura.

Las palabras de McRowld hicieron eco en el recinto, como si estuviera hablando solo. Eso lo hizo dudar. Hasta ese momento, se había estado expresando con entusiasmo para transmitir su pasión por el tema. No obstante, su público era apático. Incluso Karl Beichler, quien le había pedido no decepcionarlo, se le notaba con una expresión de hastío, como si estuviera cansado de ver la misma situación una y otra vez.

«¿Qué estoy haciendo mal?». La mente de James se nubló. Desvió la mirada para evitar al director y miró hacia el fondo del auditorio, donde no había nadie, con el fin de retomar la concentración.

Grave error.

En la esquina más oscura del recinto, ocultándose tras la última hilera de asientos, una silueta amorfa se movía. Se arrastraba. Centenares de hilos emergían de ella, ocultándola.

James, paralizado por el horror, no hizo más que agudizar sus sentidos en un intento desesperado por entender qué era lo que estaba viendo.

Primero, una serie de gemidos llegó a los oídos del teólogo. Luego, conforme se fue acostumbrando a la oscuridad, notó que la silueta amorfa era en realidad el conjunto de varios cuerpos desnudos, los cuales se retorcían mientras, con sus manos, se sofocaban los unos a los otros. Al tiempo que,
con sus ojos negros sangrantes,
no dejaban de mirar en dirección al teólogo.

 Al tiempo que,con sus ojos negros sangrantes,no dejaban de mirar en dirección al teólogo

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James palideció, a punto de gritar horrorizado, cuando...

—¿Ya terminó con la exposición? —dijo la voz de los altavoces.

El sobresalto de James llamó la atención del director. El teólogo sudaba frío, confundido, miró hacia los palcos y luego al Dr. Beichler, a quien estuvo a punto de gritar que huyera del recinto. Sin embargo, la horripilante silueta ya no estaba ahí.

«¿Acaso lo imaginé todo?», McRowld se talló los ojos. «No. Fue real, estoy seguro de ello. Ese monstruo, era real...»

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