17. Insomnio

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Cuando James regresó al departamento, lo primero que hizo fue buscar si había cámaras o micrófonos en la habitación.

Revisó cada esquina, movió todos los muebles, quitó focos y enchufes, pero no halló nada.

—¡Maldita sea!

Del coraje, reventó contra el suelo la pizarra digital y destrozó algunas carpetas, mientras gritaba que quería irse de allí y abandonarlo todo... sabiendo que, aunque tuviera la oportunidad, no lo haría.

Finalmente se sentó en la sala. El departamento era un completo desastre. Soltó un largo suspiro.

«No puedo perder la cordura», reflexionó, «no estando tan cerca de tener en mis manos las mismísimas Tablillas de la Creación».

Durante siglos, arqueólogos y caza recompensas habían dedicado sus vidas a encontrar esas legendarias reliquias. Pues, según los rumores, quien tuviera las Tablillas de la Creación en su posición desvelaría los secretos de la realidad misma. Conocería tanto el pasado como el futuro de la humanidad y el universo. Incluso existían leyendas que decían que leer las tablillas era equivalente a tener una conversación con el mismísimo Creador.

«Vale la pena tener paciencia y resistir. Debo ser fuerte. ¡Tendré en mis manos las Tablillas de la Creación! y, con ellas, podré vengar a mi padre». Con solo imaginarlo, a McRowld se le hacía un nudo en el estómago de la emoción.

Una sonrisa forzada se dibujó en su rostro. Calmó su respiración, sus latidos y, poco a poco, se quedó dormido.

Pero esa noche, al teólogo no le fue fácil descansar, ni tampoco en las noches que vinieron después

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Pero esa noche, al teólogo no le fue fácil descansar, ni tampoco en las noches que vinieron después.

A los pocos días, el agotamiento por no dormir comenzó a afectarle. Sus ojeras eran visibles a la distancia y se le notaba más pálido que de costumbre. Comía poco, y se mantenía aislado de todos. La paranoia le había invadido, a causa de la saber que no tenía a quién recurrir para que lo protegiera. Se sentía como una marioneta en manos de los poderosos inversionistas anónimos. Además, tenía constantes pesadillas, muchas de ellas relacionadas con la criatura que había creído ver en el auditorio.

Eventualmente, dejo de trabajar en la investigación del ángel.

—Lo retomaré cuando lleguen las tablillas, —se decía James, mientras miraba el techo de su habitación, sin hacer nada—. Ojalá al menos tuviera con quién hablar.

Una tarde, harto del encierro en su departamento, el agotado teólogo salió a caminar sin rumbo por el Laboratorio, dispuesto a quedarse dormido en alguno de los tantos pasillos.

—¿A dónde iré? —murmuraba mientras avanzaba.

Entonces recordó la oficina principal, ubicada en la Novena Sección. Intentó usar el elevador, pero no tenía autorización para ir más allá de la Sexta Sección.

«No importa, usaré las escaleras».

Y así lo hizo, intentó descender lo más posible. Realmente no se fijó mucho en su entorno, simplemente bajaba por cualquier rampa o escalera que veía. No obstante, al levantar la vista, se dio cuenta de que en realidad había estado subiendo. Se encontraba en "El Domo", en el jardín sintético de la Tercera Sección, parado frente al gigantesco manzano de cristal.

—¿Cómo llegué aquí? —Se talló los ojos—. Realmente ya me estoy volviendo loco.

Se recostó en el cómodo pasto artificial. Esa noche, el Domo proyectaba un bello cielo estrellado.

James chistó con disgusto. Aunque el lugar era hermoso, no era donde deseaba estar. Realmente ahnelaba ir a la Novena Sección para entrar nuevamente a la oficina principal. Pues creía que, si volvía a presenciar a la impresionante pirámide invertida y el ídolo de Akê Nê'hc, encontraría la inspiración perdida.

—Debo aceptar... —Suspiró con resignación,— que estoy encerrado aquí abajo.

Dejó de de mirar las estrellas, planetas y cometas que se proyectaban en el falso techo, y observó a los otros científicos que también disfrutaban del jardín. Todos ellos se veían tranquilos, despreocupados. La mayoría caminaban descalzos, algunos incluso metían sus pies en el riachuelo.

 La mayoría caminaban descalzos, algunos incluso metían sus pies en el riachuelo

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James sonrió, por momentos sintió que podía dormir. Sus párpados comenzaron a cerrar cuando, con el rabillo del ojo, notó que una figura amorfa se estaba acercando a él.

Era la criatura de los cuerpos que se retorcían y asfixiaban los unos a los otros.

James se enderezó de golpe, alarmado, con el corazón latiéndole con fuerza. Pero lo que se acercaba no era un monstruo, sino su orientador personal.

«Hubiera preferido al monstruo», pensó el teólogo tras dejarse caer de nuevo en el pasto sintético.

—Buenas noches, doctor McRowld. —V. Zaffaroni estaba tan sonriente como de costumbre—. Hasta que nos encontramos.


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