11. Investigación

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A la mañana siguiente, McRowld pidió que le llevaran al departamento copia de toda la documentación que había sobre el ángel. En menos de siete horas, docenas de cajas con información digital e impresa fueron dejadas frente a la puerta de su alojamiento.

Durante los días siguientes, James se dedicó a revisar y clasificar cada uno de los archivos. Aquellos que consideró clave, los colocó en las paredes, usando cinta adhesiva o clavos y grapas, para que fueran siempre visibles. Logrando así que, antes de que terminara la semana, el hogar del teólogo ya fuera una cueva tapizada de papeles y fotografías borrosas, pues incluso las falsas ventanas quedaron cubiertas por el extenso papeleo.

 Logrando así que, antes de que terminara la semana, el hogar del teólogo ya fuera una cueva tapizada de papeles y fotografías borrosas, pues incluso las falsas ventanas quedaron cubiertas por el extenso papeleo

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—Muy peculiar su forma de trabajar, doctor —dijo el orientador personal, quien entró al hogar de McRowld con la intención de supervisar lo que estaba haciendo—. Parece más el trabajo de un detective que el de un científico.
—No debería sorprenderle —respondió el teólogo—, ambos tienen la misma finalidad: descubrir la verdad.

V. Zaffaroni sonrió, luego, se acercó a las notas y preguntas que el teólogo había escrito en varios de los archivos:
"¿Es esto posible?"
"Necesito referencias externas"
"Comparar con otros estudios"

—Por cierto —comenzó a decir James sin dejar de observar al orientador—, voy a necesitar acceso a internet...
—Lo siento, pero eso es imposible —interrumpió Zaffaroni—. No es que no queramos darle acceso a la red de United Worldwide Administrations, es que físicamente es imposible.
—¿Cómo esperan que haga mi investigación si estoy metido en este hoyo? Si no me van a dejar ver al ángel en persona, al menos necesito acceder a bibliotecas tanto públicas como privadas...

El orientador personal calló al teólogo con un ademán, como si James fuera un niño berrinchudo.

—Acompáñeme.

Salieron del departamento y, con pasos firmes, el orientador llevó a McRowld a las escaleras que bajaban a la Quinta Sección. Se pararon junto al computador que permitía el acceso.

—Pase su tarjeta, doctor.

Así lo hizo el teólogo y la luz verde se encendió, anunciando que podía ingresar. Una vez abajo, el teólogo quedó boquiabierto ante el portentoso escenario.

—Bienvenido a lo que llamamos: La "Biblioteca Central".

Aquella sección del enorme laboratorio se componía de innumerables archiveros, estantes y discos duros que albergaban una cantidad impresionante de libros físicos y material digital. Noticias, conferencias, experimentos, tesis, teorías, reportajes... todo estaba ahí, sin censura, tanto en su versión original como traducida. Durante el tour, a McRowld se le vio con una sonrisa de oreja a oreja, como si estuviera en un parque de diversiones.

Zaffaroni había tenido razón: ¿Qué importaba en qué continente del mundo se encontraban? Si estaba trabajando en el centro de desarrollo tecnológico más ambicioso de la humanidad

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Zaffaroni había tenido razón: ¿Qué importaba en qué continente del mundo se encontraban? Si estaba trabajando en el centro de desarrollo tecnológico más ambicioso de la humanidad.

Las primeras semanas pasaron rápido. James, inmerso en su investigación, ya ni siquiera extrañaba los rascacielos ni el capuchino de calabaza del Stars&Books que tanto adoraba. Cuando tenía ganas de despejarse, le bastaba con ir al domo y pasearse por el jardín, junto con los otros científicos a los que tanto admiró aquel día que llegó. Se sentía libre, en el centro de la meca del conocimiento, en el "Paraíso de la ciencia", como él lo había llamado.

«Lo único que me gustaría», solía pensar a veces, «es que se pudiera acceder a las investigaciones en curso de los otros colegas que trabajan aquí. Pero entiendo por qué no: Deben trabajar en proyectos muy confidenciales, aparte de que sería caótico».

Luego, reflexionando acerca de su propia investigación, llegaba a la conclusión de que no le gustaría que otros investigadores del Laboratorio estuvieran husmeando sus apuntes.

El tiempo siguió avanzando. Durante el día, James visitaba la biblioteca, tomaba apuntes e incluso sacaba uno que otro libro para revisar después. Durante la tarde, en la privacidad de su departamento, estudiaba con calma el material seleccionado de la biblioteca, hacía anotaciones en los archivos que tapizaban su pared y, finalmente, grababa sus conclusiones. Se le veía contento, lleno de curiosidad y ávido de conocimiento.

No obstante, durante las noches, la actitud del teólogo daba un giro de 180 grados.

Con el ceño fruncido, ojeras hundidas y palidez en los labios, James se sumergía en las páginas del diario de su padre en busca de respuestas. ¿Por qué el Laboratorio usaba un antiguo símbolo religioso en su logotipo? Sobre todo uno tan peculiar como "El pacto del fruto podrido".

Esta incógnita lo atormentaba y le negaba el sueño. Además, ahora veía el símbolo en forma de media luna en todas partes: en las tazas de café, en las pizarras electrónicas, incluso en los espejos del baño. «¿Siempre estuvieron ahí?», se preguntaba, «¿o es que me estoy volviendo loco?».

Una tarde, tras mucho escribir, retiró todas las hojas, fotografías y radiografías que había colgado en la pared para meterlas nuevamente en sus cajas

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Una tarde, tras mucho escribir, retiró todas las hojas, fotografías y radiografías que había colgado en la pared para meterlas nuevamente en sus cajas. Sacó su pequeña grabadora de voz y, con decepción, dijo:

—Hoy concluyo que mi investigación ha sido un fracaso...

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