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HOGSMEADE siempre había sido el último lugar en el que Isadora hubiera querido estar. A pesar de su encanto único y su ambiente mágico, nunca logró atraerla. Quizás era la multitud de estudiantes de Hogwarts que siempre parecían inundar las calles, o tal vez eran las tiendas llenas de golosinas mágicas y artículos de bromas que no le interesaban en lo más mínimo.
Pero la vez que su madre la llevó allí con su hermano, su desdén por el pueblo se convirtió en algo más profundo. No era que no amara a su familia, al contrario, los adoraba. Pero ese viaje a Hogsmeade, ese día en particular, dejó un sabor amargo en su boca que no pudo quitarse por mucho tiempo.
Desde entonces, cada vez que escuchaba el nombre de Hogsmeade, un escalofrío le recorría la espalda. No era miedo, ni siquiera disgusto. Era una sensación de descontento, una especie de remordimiento. Como si, de alguna manera, hubiera dejado algo sin terminar allí. Y aunque no podía ponerle nombre a esa sensación, sabía que no quería volver a experimentarla.
Así que, siempre que podía, evitaba Hogsmeade. Prefería quedarse en el castillo, sola en su habitación, a enfrentarse a los recuerdos que ese pueblo le traía. Porque, al final del día, a veces los recuerdos pueden ser más reales y aterradores que cualquier criatura mágica.
-Apúrate, tenemos que irnos -decretó Draco
-No voy a ir.
-No protestes, debemos ir.
-Está bien, pero no me dejes sola.
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