En un reino muy lejano

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—¿Qué pasa, Sarah? —preguntó el padre de la muchacha mirándola por encima de sus lentes mientras bajaba un poco el libro que tenía por proyecto de lectura para las tardes; algo sobre poder político en Argentina, el tipo de lectura que ella no elegiría, pero no había libro malo, y como iba su historial psicológico, si no cambiaba el género de su lectura, definitivamente tendría que visitar otra clase de médico. Se removió en el sillón, estaba nerviosa, pero el viaje en el autobús de la escuela a la casa y la tarde a solas en su habitación, no habían hecho más que alborotar las ideas, absurdas o no, solo tenía que soltarlo, si decía que no, no habría sido su culpa, pero si decía que sí...

—Hay un campamento en San Francisco con valor curricular para la universidad —dijo tan rápido como pudo antes de que se arrepintiera.

—¿San Francisco?

—Sí.

El señor Williams cerró su libro solemnemente dejando su separador que señalaba también la línea exacta en la que iba. La miró unos instantes, casi con severidad, pero ablandó el rostro después y sonrió con ternura.

—Puedo llamar a mi amiga, es su padre quien lo está organizando, él... —explicó poniéndose de pie para alcanzar el teléfono, las manos empezaron a temblarle un poco, aún había oportunidad de echarse para atrás, de abandonar todo intento, pero en el fondo de su alma sabía que era un reto a tomar, tal vez el último juego antes de rendirse a la realidad del mundo donde estaba por ser adulta. Rebuscó en su libreta de contactos el número que aparecía como "G. Smith" y esperó a que respondieran al otro lado de la línea, era ella, su compañera, así que no debió pasar por la vergüenza de preguntar por alguien que no recordaba si era Genah o Ginny.

—Hola, soy Sarah Williams, mi papá quiere saber si pueden darle los detalles del campamento.

—¡Claro! ¡Pongo a mi papá en el teléfono enseguida!

Sarah, a su vez, pasó el teléfono a su padre que tendía la mano para recibir el aparato que habían comprado hacía varios meses dándole un nuevo y largo cordel, la conversación entre los hombres empezó cordial como pudiera desearse de dos hombres adultos hablando de negocios, a un lado, casi encogida, Sarah escuchaba todo lo que sus nervios le permitían.

—... En realidad, me sorprendió mucho, estaba preocupado, Sarah no ha tenido ningún interés en salir desde hace bastante tiempo.

La joven bajó la mirada. No tenía idea de que se notara mucho su ánimo decaído, y creía absurdamente que se empeñaba en ocultarlo.

—... Sí, entiendo, Sarah recién cumple los dieciséis... no tengo problema con el tiempo, espere un momento —hizo un ademán de necesitar algo para apuntar y ella rápidamente prestó su cuaderno y una pluma que tenía en el bolsillo de la camisa verde menta.

—... Entiendo perfectamente... que tenga buena noche, profesor.

Terminó la llamada y con un suspiro miró a su joven hija.

—Pero quita esa cara de espanto, por favor, Sarah —le dijo tomándola por los hombros —. Vas a ir. ¿Sabes? Usualmente no pagaría tanto para que te enseñen a hacer manchas de colores en la pared, pero es la primera vez que me pides algo en todo un año y si eso te hace un poco feliz, entonces hay que intentarlo.

Sarah se arrojó a sus brazos y le besó ambas mejillas, luego, sin decir palabra salió corriendo para su habitación cerrando la puerta tras de sí. Ya había anochecido, toda la tarde se le había ido en un suspiro con los pormenores. Tenía una semana para organizarlo todo. Solo una semana para saber si se acobardaría, o se lazaría a la última aventura.

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La reina del laberintoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora