Y si los goblins no venían

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A los árboles no les quedaba apenas nada del follaje, la mayoría yacían derrumbados, con las raíces apuntando al cielo.

En otoño, cuando las hojas caían, tomaba un rastrillo para juntarlas en un mullido colchón sobre el que se arrojaba. Algo simple e infantil, que le causaba una absurda alegría y aún no tenía la oportunidad de compartir con Toby. Pero, en ese momento, al crujido de las hojas se le impregnaba la sensación de la muerte de la naturaleza, pero no para renovarse en un ciclo natural, sino algo definitivo, y eso le causó un sentimiento de tristeza que no fue más que la prolongación del sufrimiento con el que se había acostado.

Despertó llorando, como le sucedía en las últimas semanas, pero a diferencia de las otras veces, no se sintió molesta, ni tampoco se reprochó su excesiva sensibilidad, o como lo llamaba su madrastra, una impresionante predisposición al drama innecesario.

Se sentó en la cama respirando profundamente.

Tenía que llamar a su padre, decirle en dónde estaba y regresar a casa para enfrentar el castigo que le correspondía.

El viaje llegaba a su fin.

Escuchó que llamaron a la puerta, era Audrey, así que la dejó pasar.

Aún estaba en pijama, con el pelo revuelto, y sin más, corrió hacia ella escabulléndose en la cama y abrazándola por la cintura.

—¿Tuviste una pesadilla? —preguntó sintiéndose extraña. Ella no era dada a las demostraciones de afecto o a la proximidad de la gente en general, pero no se sentía con los ánimos para rechazarla, de hecho, ella misma necesitaba un abrazo.

—¿Qué le pasó a Michael? ¿A dónde se lo llevaron los goblins?

Sarah se quedó callada. Era tan estúpido pensar en decirle que se lo llevaban a la ciudad de los goblins y se convertía en uno de ellos para siempre, cuando lo más probable era que estuviera muerto.

Y aunque quedaba aun flotando en el aire el hombre de los ojos de diferente color que recordaba John, la realidad tenía un peso más aplastante y doloroso.

Al final besó su cabeza.

No podía irse en ese momento, podría solo avisar a su padre que estaba bien, pero le había hecho una promesa a Audrey enlazando sus dedos meñiques, no podría solo abandonarla con una madre como la suya y un terapeuta que no servía para absolutamente nada más que cobrar el cheque y recetar pastillas que no ayudaban.

—Ven, hay que vestirnos. Tienes que ir a la escuela, yo iré a investigar algunas cosas y hablaremos de nuevo en la tarde.

Sarah la dejó en la puerta de la escuela faltando aún cinco minutos para la hora de entrada, y agitó la mano para saludar a John que también iba llegando, solo que el conductor del auto, esta vez era un hombre que le dirigió una mirada extraña.

"Debe ser su padre", pensó.

Recordó entonces que el hombre estaba en la fiesta el día de la desaparición del niño y había ayudado a reacomodar la habitación algunos meses después.

No se sintió amedrentada por esos fríos ojos azules, por el contrario, le devolvió el reto.

"Sé lo que hicieron, y los voy a descubrir", pensó con firmeza, como si con eso lograra que él escuchara sus pensamientos.

Una vez que los dos niños estuvieron al otro lado del portón, Sarah se dio la vuelta sacando del bolsillo de la camisa una liga para el pelo morada, haciéndose una coleta baja.

Había decidido que iría a la estación de policía con la historia de un trabajo de investigación para la escuela, para lo que tenía, necesariamente, que hacer varias cosas antes, entre ellas, documentarse del caso de Michael Ferguson. No podía dedicarle más de un día, así que tendría que trabajar a marchas forzadas, algo que nunca le había gustado hacer por lo que sus tareas del colegio las administraba en su horario semanal.

La reina del laberintoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora