Al laberinto

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—Podrías tratarme con un poco más de amor, acabo de declararte mis sentimientos —dijo Laurent, intentando mantener el equilibrio mientras Sarah lo arrastraba por la calle, tirando del cuello de su camiseta, lo que le impedía ir con normalidad, ya que lo obligaba a agachar la cabeza, caminando a traspiés.

—¡Cállate, Laurent!

—Si al menos pudieras decirme qué está pasando...

Sarah se detuvo abruptamente, mirándolo con cierta rabia. Era tan molesta la forma en la que saltaba de una cosa a otra, como si nada hubiera pasado, como si no fuera del todo consiente de la gravedad de la tormenta que acababa de desatar en ella, lo que en realidad era bastante probable.

—¿Quieres que te explique? —preguntó, conteniéndose para no gritar.

—Pues sí.

Tomando aire exageradamente, levantó el rostro para mirarlo con aire de suficiencia, sin embargo, él era mucho más alto, así que no logró nada más que simplemente hacer un contacto.

—Como vuelvas a cambiar el tema, te juro que esta vez...

No pudo concretar una amenaza lo suficientemente convincente.

—Tienes que dejar de darme la vuelta cuando hablamos.

De pronto, Sarah sintió miedo, estaba horrorizada de preguntar lo que realmente quería saber. Era claro que Laurent leía demasiado, pudo haber encontrado otra de las copias que R.G. había hecho de su obra, y de la que debían al menos existir otras novecientas noventa y nueve, que era, según preguntó, el tiraje mínimo que hacían las imprentas para auto publicaciones. Y si ella empezaba a acribillarlo con preguntas sobre si conocía a Jareth, la forma de encontrar el laberinto, a dónde se llevaba los niños realmente, entonces definitivamente se daría cuenta de lo ridículamente loca de su aventura.

Apretó los labios.

De cualquier forma, en los últimos días, su prioridad había dejado de ser Jareth y su fantasía. Una niña de verdad la necesitaba, tenía que crecer de una buena vez.

—Dijiste que me ayudarías, ¿no? Entonces vamos, ayúdame que el tiempo se acaba.

—¿Trabajos... escolares?

Sarah entornó los ojos.

—No.

—¿Estás molesta porque preferirías que te lo dijera antes de besarte?

—Esa es otra cosa —agregó Sarah —. No vuelvas a hacerlo sin mi permiso.

—Bien, eso significa que entonces puedo hacerlo otra vez, ¿no? ¿puedo besarte ahora?

—¡No! ¡Eres tan irritante y molesto!

Laurent sonrió, porque, pese a sus quejas, no lo soltaba.

Sarah finalmente encontró un sitio adecuado, había menos gente que en el parque, y estaba a la sombra: el inmenso pórtico de un edificio que parecía más como una pequeña plaza con fuente. Empujó a Laurent para sentarlo en los escalones mientras que ella se quedaba de pie, con los brazos cruzados y mirándolo con dureza.

—Esto es serio —le dijo —. A principios de febrero del año antepasado, un niño desapareció, estaba en su casa, en una fiesta del trabajo de su madre. En septiembre del mismo año la madre borró todo rastro de la existencia de su hijo, incluso ha convencido a los doctores de que ese niño solo es un amigo imaginario de su hija, y la tiene medicada todo el tiempo.

Era seguro que no esperaba que le hablara de un asunto de ese tipo. Sarah miró la expresión de su rostro, la sonrisa bobalicona cedió lentamente a medida que parecía comprender el significado de sus palabras, llegando a fruncir el ceño de una forma verdaderamente acentuada.

La reina del laberintoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora