Con quien hizo un trato

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—Buenas tardes —dijo Sarah tímidamente acercándose al mostrador. Detrás de este, un hombre de mediana edad con prominente calvicie y unos ojos castaño claro, distorsionados por los gruesos anteojos de pasta, la miró solo unos segundos antes de regresar su atención a la televisión. Por un segundo, Sarah recordó al hombre de la estación de autobuses, pero este tenía un aire más distraído y menos amable.

—Quisiera una habitación.

—Sí, necesito una identificación y 15 dólares por noche.

Sarah se removió mientras se acomodaba sobre el hombro la enorme mochila y la bolsa que conformaba su equipaje.

—¿Sirve una credencial de estudiante?

—Sí, lo que sea, solo es para el registro.

Sarah le dio la credencial junto con el dinero para tres noches.

—Bien, tienes la número 7, arriba, del lado derecho.

—Gracias.

Tomó el enorme llavero de madera en el que, con pintura verde, estaba escrito el número indicado. Con algo de trabajo por el tamaño de la mochila y el estrecho espacio que había en la escalera, finalmente llegó al primer piso.

Pese a lo que parecía en el exterior, el interior tenía mejores condiciones. Al menos le dio la seguridad de que no saldría una rata desde una esquina, y que dormiría sin cucarachas. De cualquier forma, solo necesitaba un lugar en el cual dejar sus cosas, dormir un rato y esconderse si se requería.

Encontrar un hotel barato en Nueva York le había supuesto una tarea titánica, ocupó todo su primer día e inevitablemente iba por las calles, mirando sobre su hombro cada cinco minutos, con el temor de que su padre ya hubiera dado aviso a la policía sobre su desaparición. Pero finalmente, ya entrada la tarde, y arrepintiéndose de haber llegado a lo que parecía la zona de mala muerte de toda la ciudad, había vislumbrado un letrero de neón rosa que ofertaba la noche por un quinto del precio más accesible que había podido encontrar más al centro. Además, claramente se podía estar por noche, otras opciones que fugazmente había revisado, suponían el pago por hora y dos incluían de promoción en las cintas pornográficas.

No quiso indagar más detalles. Los genios de la novela negra le habían dado una buena idea de qué iba la cosa ahí, y no pensaba averiguar si era realidad o imaginación lo que sucedía en los hoteles de semejantes relatos.

La cerradura cedió sin ningún esfuerzo, encontró el apagador a la derecha; las lámparas titilaron antes de encender por completo, la luz era blanca, difuminada por una pantalla de plástico y las paredes tenían papel tapiz de algodón color crudo. La cama de dos plazas descansaba en el centro flanqueada por dos mesas de noche con cajones.

Un pequeño armario empotrado junto a la puerta del baño, que estaba abierta, y una mesa junto a la ventana acompañada de una sencilla silla, era todo el mobiliario que conformaba el lugar.

Dejó sus cosas sobre la cama y se tumbó a un lado con la cara al techo. Estaba excesivamente fresco, o ella demasiado abochornada. Sentía sus mejillas arder y el corazón latir con fuerza.

¿Debería llamar a casa, al menos para avisar que se encontraba bien y no formaba parte de las estadísticas de adolescentes secuestradas?

Su padre era un hombre astuto, podría adivinar a dónde había ido y enviaría por ella para regresarla a la casa, donde quedaría confinada a su habitación hasta el día del juicio final, siempre a merced de los reproches de su madrastra que nunca dejaría que ni su padre ni ella olvidaran el hecho.

Tragó saliva desviando la mirada hacia la mesa de noche, no había teléfono, supuso entonces que tendría que bajar a la recepción para hacer la llamada, lo que fue motivo suficiente para desechar la idea, a excusa de que el hombre podía entender el plan, dándola por fugitiva y llamar a la policía por su cuenta.

La reina del laberintoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora