Una hermosa joven

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El viento soplaba con suma tristeza, incluso se podría decir que sollozaba quedamente mientras que, con su lánguida fuerza, barría las hojas marchitas que caían al piso polvoriento de piedra amarillenta. Una quietud extraordinaria, un silencio aterrador y un vacío sobrecogedor se respiraba en medio de aquél claro de bosque color ocre.

Sarah caminaba sobre la hierba haciéndola crujir con sus pasos lentos. Miraba a todos lados buscando algún ave o animalillo que le indicara que había vida en ese lugar, pero solo el insistente lamento del viento rozaba su rostro.

Escuchó un crujido lastimero y con horror vio los árboles caer pesadamente con las raíces secas hacia el cielo, golpeando la tierra que los recibió con ecos sordos mientras ella no podía hacer nada más que mirar...

Sarah despertó con un jadeo que apenas pudo controlar su grito, se incorporó frotándose los ojos con insistencia. Todos dormían, incluyendo su compañera de asiento, el autobús finalmente se había llenado y el calor de todas las personas, mitigado por el aire acondicionado, se sentía como una tibia manta sobre su cuerpo que sudaba frío a causa del sueño. No había sentido tanta desolación más que cuando se planteaba la idea de que estaba loca y sus amigos eran imaginarios.

Trató de recobrar el aliento y buscó en su bolsa la botella de agua. Dio un trago largo y volvió a acostarse en el asiento.

Retiró la cortina para ver el paisaje, el cristal estaba empañado así que lo limpio un poco con la manga de la camisa.

Estaba oscuro, de acuerdo al reloj, eran las cinco de la mañana. Había sido un viaje cansado, pero según sus cálculos estarían llegando a la central de autobuses de Nueva York en dos o tres horas. Se estiró como pudo para no importunar a la maestra, lo suficiente como para deshacerse del entumecimiento que se había apoderado de ella.

Su corazón se sentía oprimido, la sensación de estar en ese claro de árboles decadentes la había impresionado demasiado como para reponerse con facilidad.

—¿Qué estoy haciendo? — se preguntó en un susurro.

Fue incapaz de conciliar el sueño por el resto del viaje y se contentó con ver el cambio de panorama que empezó a surgir luego de pasar por una gasolinera que tenía alojada también una tienda de autoservicio de veinticuatro horas.

Poco a poco las casas empezaron a ser más frecuentes hasta que, al dar vuelta en una última curva de arbolada, aparecieron frente a ella el sinnúmero de luces y altos edificios. Tragó saliva sintiéndose repentinamente pequeña y muy fría. Paralizada por la impresión de ver semejante lugar, enorme y casi imposible de recorrer, quedó petrificada mientras se adentraban en las entrañas de acero, cristal y concreto.

Serían las siete con quince, el día despuntaba en tonalidades grises que poco a poco cedieron al azul celeste y a su vez a amarillos más cálidos. Estaban entrando a Bronx y las luces encendidas del autobús revelaban que su destino estaba cerca. Suavemente tocó el hombro de la maestra.

—¿Hacia dónde va? —le preguntó en cuanto estuvo más o menos lúcida.

—A Queens —respondió amodorrada.

—Yo voy a Manhattan— se apresuró a responder.

Había hecho la pregunta con la intención de separarse, era inevitable que debiera preguntarle en algún momento hacia dónde iba, pero como tenía ni idea, no quería responder primero y que ella dijera: "¡Qué casualidad, yo también!"

Ciertamente estaba agradecida, pero no lo suficiente como para revelar su inexistente plan secreto.

—¿Quieres que te acompañe?

La reina del laberintoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora