La petrona

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—¡Primo! ¡Primo! —escuché que gritaron pasadas las once de la noche, afuera de la casa.

¡Lo supe enseguida! Esa voz no podía ser de otra persona.

Me levanté del sillón donde dormía y salí a su encuentro. Por la poca privacidad, me acostaba con ropa de día.

Habían pasado tres días desde que le envié la carta a Erlinda, avisándole del deceso de su tío Cipriano.

Pía y los niños ya estaban de vuelta, aunque mi cuñada guardaba distancia y era más cortante a la hora de interactuar conmigo y con mis invitados.

Por dentro pedí que Catalina no despertara con el ruido. Si descansaba mal, al día siguiente se levantaba irritable.

Los Ramírez no parecían incómodos con la presencia de mi peculiar familia. Incluso Celina le ayudó a Pía varias veces a perseguir a esa ágil y atrevida niñita.

Los pisos quedaron bien divididos porque en meses pasados los fui adaptando lo mejor posible. No teníamos necesidad ni de subir ni de bajar, a menos que quisiéramos convivir, salir de la casa o ir al patio.

—Te empeñas en andar de noche —acusé a Erlinda al encontrarla en la acera.

Los dos sonreímos como dos viejos amigos que no se han visto en años y por fin se reencuentran.

—Calculé mal el tiempo, y es que también me perdí un poquito. —Unió dos de sus dedos. La expresión burlona de su cara seguía siendo la misma—. Pero ya estoy aquí. —Extendió los brazos.

Nos estrechamos fuerte y rápido. Esa mujercita se convirtió en familia a pesar de que ningún lazo nos unía.

A pesar de que había luz eléctrica, los faroles no alumbraban lo suficiente.

—Pasa. —Cargué su pesada maleta para meterla—. Tengo invitados, pero, si no te molesta, puedes dormir en el sillón.

Yo me quedaría en el catre que alguna vez usó Sebastián. Tocaba desempolvarlo nada más.

—Ni te apures. Si he dormido en el suelo, un sillón es buenísimo.

Entramos lo más silencioso que pudimos. En el piso de Pía todo estaba tranquilo y a oscuras, pero en el de arriba la señora Consuelo y Celina estaban despiertas. Las encontramos mirando concentradas hacia la ventana.

Ambas tenían puesta su ropa de dormir, pero se abrigaron bien con sus rebozos.

Erlinda abrió los ojos de par en par cuando la reconoció.

—¿Celi?, ¡qué sorpresa! —Fue directo a abrazarla.

Celina recibió su gesto con la misma emoción, incluso noté que se conmovió.

—Erlinda. —Suspiró—. ¡Dios! ¡Estás bien!

Se separaron despacio, pero sus manos continuaron unidas.

—Lo estoy. Perdón si no les escribí. Temía por mi propia vida, y por la de mi esposo.

—Lo importante es que estás bien —su voz se quebró un poco—. Veo que tuviste ayuda.

Enseguida sentí las miradas de las tres mujeres.

—La tuve, por eso sigo viva.

—Fuiste afortunada —continuó Celina, sin soltarle las manos a su amiga y al mismo tiempo la contempló—. Seguro estás atareada por el viaje. Por favor, duerme conmigo. La cama es lo bastante grande para las dos.

Erlinda no lo dudó.

—Te tomaré la palabra porque estoy cansadísima.

Llevé la maleta a la recámara. Después nos deseamos las buenas noches y cada uno se dispuso a descansar.

Cuestión de Perspectiva, Él © (Libro 1)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora