En el primer año de matrimonio hubo importantes cambios para los dos. Celina tuvo que mudarse a la capital y dejar a sus padres. No lo decía, pero sé que le costó mucho hacerlo porque tenía un gran apego con ellos y con el tranquilo estilo de vida de allá.
Para alegrarla, la dejé que se dedicara con paciencia a adaptar la ropa que yo ya tenía para que me quedara mejor, y después fue ella misma quien la creo. Verla sonreír cada vez que me probaba sus creaciones valía toda la pena.
A los seis meses, junto con Pía, montaron un pequeño espacio de costura en el primer piso. Celina aseguró que la complexión y llamativa apariencia de mi cuñada era de gran utilidad para aumentar el número de sus clientes porque la incitaba a salir a caminar con sus diseños puestos. No faltaba la curiosa que se atrevía a preguntarle sobre el nombre de la diseñadora de su vestimenta. Por cada cliente que llegaba, Pía recibía un pago, y así las dos fueron ganando su propio dinero.
Por suerte, el proyecto del aguacate se estableció formalmente, y con eso nos garantizó a Anastasio y a mí una fuente de ingresos que seguiría dándonos estabilidad si la trabajábamos con el mismo ritmo.
Mis hermanos tuvieron sus propios avances: Gerónimo continuó estable con la zapatería. Jacobo estaba decidido a consagrarse en el boxeo en el cual encontró formalidad. Paulino conoció países que ni en sueños creyó poder conocer gracias al circo. Sebastián estaba muy cómodo de mantenido.
Cada vez que visitábamos a mi madre, ella interrogaba a mi esposa sobre su estado de salud. La conocía tan bien que sabía que lo hacía para averiguar si ya estaba en cinta. Por dentro yo también lo deseaba, pero durante todo ese año no se nos dio el regalo de convertirnos en padres.
Gerónimo, Jacobo y Anastasio seguían teniendo hijos, por eso la insistencia de nuestra descendencia se fue convirtiendo en un tema molesto.
—Vamos a que te sobe doña Trini —le propuso mi madre a Celina una de esas tardes de visita.
—Suegra, llegarán cuando tengan que llegar —intervino Pía. Lucía un poco harta, supongo que por escuchar la misma cantaleta.
Pía hizo una especie de hermandad con mi esposa. Tal vez porque Celina, con su dulzura y tranquilidad, se le acercó y atravesó su gruesa coraza con la que mi cuñada se defendía. También porque trataba muy bien a los niños, los consentía y hasta se los cuidaba cuando tenía que salir.
Mi madre carraspeó.
—Pues espero que no terminen pareciendo los abuelos de sus propios hijos —dijo para terminar con el tema.
Su comentario causó incomodad en mí, y por el gesto de Celina, sé que sintió preocupación. Por eso, decidí que las visitas se reducirían por un tiempo.
Una noche, después de entregarnos a las mieles del amor, nos quedamos dormidos. Estaba apenas entrando al sueño profundo, cuando, de pronto, un fuerte grito me regresó.
Abrí los ojos y ¡la vi! Mi esposa estaba sentada sobre la cama, tenía la cara descompuesta por el dolor y apretaba fuerte su vientre.
Me incorporé para saber qué le pasaba.
—¡Me duele... mucho! —dijo entre quejidos.
No sé por qué, pero quité la sábana con la que se tapaba y ¡me quedé boquiabierto! Un círculo rojo pintaba la cama. Había sangre entre sus piernas y tenía el camisón tan manchado que temí por su vida.
Volteé a verla, aterrado, y cuando ella también se dio cuenta de lo que pasaba, pareció que iba a desvanecerse.
—¡No, no, no! —La sacudí para que reaccionara.
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Cuestión de Perspectiva, Él © (Libro 1)
RomanceSolo bastó que la dulce Amalia Bautista se diera la vuelta para que mi corazón quedara flechado. Todavía suspiro al recordar cómo empezó todo. La conocí cuando nos iniciábamos en el mundo de los adultos, y desde ese momento solo pensaba en ella, sol...