Deja que salga la luna

16 2 0
                                    

Esa noche no pude descansar bien. Cada vez que intentaba hacerlo, mi mente repasaba las palabras de Erlinda. Todo lo vivido abrió mis ojos a nuevas oportunidades, o tal vez oportunidades que dejé ir sin siquiera valorarlas antes.

Quizá era demasiado apresurado el atreverme a pedirle a Celina Ramírez que aceptara retomar el compromiso porque tan solo estuvo en mi casa unos días, pero ¡qué más daba! Otros compromisos se cerraban sin siquiera conocerse. Ella y yo ya habíamos convivido varias veces y fue quien me brindó su ayuda después de recibir el balazo.

«¿Qué es lo que estoy sintiendo?», me pregunté de una manera tan entusiasmada que me desconocí. «¿Es real que la deseo como mi esposa?», volví a cuestionarme. La respuesta fue "sí". Un sí relajado y sincero. A diferencia de con Miranda y con Pía, esta vez sí pude visualizar mi vida a su lado, llegando a viejos y hasta con nietos.

Una vez tomada la importante decisión, por fin me dormí.

Eran más o menos las diez de la mañana cuando desperté. El dolor de cabeza me atacó después de meses de mantenerme sobrio, aunque no me arrepentí porque fue una agradable reunión que disfruté, y mucho.

El silencio me alertó y casi salté del sillón para revisar si los Ramírez todavía seguían en mi casa. Ellos ya me habían informado que se irían después de desayunar. Sospeché que prefirieron dejarme descansar y se fueron sin despedirse.

Lo primero que hice fue tocar la recámara en la que dormían Celina y Erlinda.

¡No recibí contestación! Después toqué la de los papás de Celina. ¡Tampoco fui atendido!

Una desconocida desesperación me atacó; era de ese tipo que no se nota a simple vista, pero que acelera el corazón y nubla el buen juicio si se le permite.

La idea de alcanzarlos me llevó a cambiarme la ropa y estuve preparado para salir en menos de ocho minutos.

Bajé ensimismado las escaleras y, antes de cruzar hacia la salida, escuché unas voces que lograron que me detuviera. Pía ya estaba despierta y activa como de costumbre. Por un segundo supuse que era ella charlando con los niños, pero, antes de que llegara a la puerta, reconocí la voz de Erlinda. ¡Imposible confundirla! Seguí el sonido y llegué al comedor. ¡Ahí estaban todos! Hasta los niños, menos Catalina. Desayunaban tan tranquilos.

—Cuñado, tómate un cafecito. —Me invitó Pía en cuanto entré—. Hice pan de yema. La niña está bien dormida, aprovechemos.

La ignoré deliberadamente. Mi objetivo era otro y no era tiempo de darle vueltas. ¡Ya no vacilaría más!

Con la vista la busqué y me dirigí a ella:

—Me gustaría hablar con la señorita Ramírez. —Volteé a ver a sus padres—, a solas, si es posible.

Doña Consuelo dejó de remover el azúcar de su taza y fue la primera en asentir. Noté que resistía una sonrisa. En ese momento no me detuve a cuestionarme el porqué si sospechaba mis intenciones no hizo algo para detenerme. Yo ya había roto un acuerdo con ellos y con su hija. La señora debía estar ofendida.

Celina dejó su trozo de pan sobre la mesa, se levantó de la silla y fue hacia mí. En su rostro reconocí la preocupación que la hacía arrugar la frente de una manera graciosa.

—Pero ¿qué ha pasado?

Sujete sus manos sin antes solicitar su permiso.

La mirada de cada uno estaba puesta en nosotros, ya ninguno le prestaba atención a su desayuno.

—¿Podemos ir al patio? —le pedí para que no hubiera testigos. Estaba envalentonado, pero no tanto.

Ella aceptó sin cuestionarme los motivos.

Cuestión de Perspectiva, Él © (Libro 1)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora