Las viejas costumbres nunca mueren

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Había llorado más en tres días que en toda su vida, pensó el hechicero mientras el pelinegro le secaba con una toalla. En realidad, tenía sentido: si te reprimes por mucho tiempo acabas explotando. Y tras la partida de Suguru, no se había permitido estar con sus emociones. Solo huir de ellas e intentar canalizarlas con una falsa sensación de productividad.

No lo iba a negar, se sentía avergonzado, incapaz de mirarle a los ojos. Él no era del tipo de persona que apartaba la mirada o se mantenía callada. Le gustaba bromear y le divertía ver la cara de fastidio de los demás, sentirse fuerte e incluso llegar a intimidar. Así era su personalidad, y no le disgustaba. Se sentía orgulloso de ser quien era. Sin embargo, por mucha energía que tuviese, el cansancio y la tristeza también le afectaban. Aunque, daba igual que se sintiera exhausto, debía mantenerse como una persona extremadamente activa porque de lo contrario, se sabría que algo iba mal. Pero con Suguru era distinto, podía bajar la guardia y descansar sabiendo que no habría repercusiones negativas. No iba a aprovecharse de su estado de vulnerabilidad para intentar matarle o burlarse de él. Podía descansar, desahogarse y dejar que le cuide. Y él también quería ser su apoyo. Mierda, estaba completamente enamorado de la persona que debía matar.

"Voy a ir a por ropa para que te pongas, ¿alguna preferencia?" La voz de Suguru, con un tono suave, le sacó de sus pensamientos. Negó con la cabeza a modo de respuesta, incapaz de dejar de temblar, prefirió no hablar hasta que pudiese dejar de castañear los dientes. A los pocos minutos, el pelinegro volvió a entrar ya vestido y con un conjunto distinto al que le había prestado la última vez. "Te iba a dar lo mismo, pero está un poco sudada. No te preocupes, seguro que esto también permite sacar toda la belleza del hechicero más fuerte." Lo dijo en broma, pero realmente le gustaba como se veía con su ropa. Satoru sonrió rodando los ojos mientras dejaba caer la toalla, asegurándose de que le estaba mirando. "Presumido."

Gojo volvió a sentarse en el retrete después de ponerse la ropa interior usándolo de silla para ponerse los pantalones, unos simples jogger gris oscuro algo desgastados, y los calcetines, rosas con corazones blancos. Miró al brujo, gesticulando un "¿es en serio?", quien solo se encogió de hombros con expresión divertida. Quería burlarse del hecho de que esos calcetines los había comprado él, pero tenía demasiado frío como para seguir entreteniéndose estando medio desnudo. Sentía el cuerpo cortado y dificultad para mover sus articulaciones, lo que le jugó una mala pasada a la hora de ponerse la camiseta, quedándose atascado con las mangas puestas al no encontrar el agujero por el que tenía que salir su cabeza. La risa de Suguru se escuchó por todo el cuarto, tomándose su tiempo para admirar la situación antes de ayudarle.

"Perdón, perdón." Dijo mientras colocaba el agujero de la camiseta por la cabellera blanca. Le colocó las gafas, aun soltando algunas risas, escuchando los resoplidos de Satoru. Se había agachado para quedar a la misma altura, y no pudo evitar quedarse mirando al poseedor de los Seis Ojos cambiando la carcajada por una sonrisa. Al final, le devolvió la sonrisa. Se quedaron frente a frente, admirando al otro mientras. Gojo eliminó el espacio entre ambos, provocando un beso que Suguru aceptó. "Ven, te prepararé algo caliente."

La cocina de la escuela de hechicería había visto mucho caos. Hechiceros y hechiceras capaces de matar personas en segundos pero incapaces de siquiera freír un huevo. Podían enfrentarse a maldiciones el triple de grandes que ellos pero no a una sartén con aceite hirviendo. Al fin y al cabo, eran adolescentes desarrollando su identidad y capacidades básicas. Suguru guardaba buenos recuerdos allí. Al instalarse en la residencia de allí, fue la primera vez que vivía de manera independiente, sin sus padres. Tenía 15 años y, a pesar de ser una persona bastante autónoma, estaba aterrado. De golpe, tenía que aprender todo sobre la limpieza, lavadoras y cocina a la misma vez que se jugaba la vida. A Shoko le pasó lo mismo, ninguno tenía demasiada experiencia dentro del hogar. Sin embargo, al chico que poseía las técnicas de los Seis Ojos y el Infinito nunca le salió ninguna lavadora con la ropa multicolor -aunque siempre se le perdía un calcetín-, ni limpió el suelo de madera con el producto equivocado o se le quedó la tortilla pegada a la sartén. Contra todo pronóstico, el niño mimado pareció ser el que mejor se desenvolvía en la casa. Poco tiempo después, supieron que le obligaron a aprender todo aquello para no dejar en mal lugar al clan cuando conviviera con otros alumnos. De lo cual se aprovecharon lo más grande. Una vez cogieron más confianza entre los tres, que el albino hiciera su cena el triple de grande para compartir se hizo rutina. A pesar de contar con una cafetería o poder comer en cualquier sitio, la comida casera era más apetecible y más tras los días de entrenamiento. La situación se repetía: veían a Satoru dirigirse a la cocina, le pedían que les hiciera la comida, se negaba y luego decía que le había sobrado. Una vez apareció Nanami, comenzaron a aprovecharse del rubio también. Recordaba con diversión las noches en las que decían de cocinar todos juntos pero acaban haciéndolo solo ellos dos mientras los demás se escaqueaban con tareas más sencillas o hablando en la puerta. O cuando realmente intentaban hacer algo todo juntos y era un desastre. Sin duda alguna, Suguru echaba de menos esos momentos. Tras la muerte de Haibara, no volvió a pisar la cocina hasta que irse de la escuela. A pesar de haber estado viviendo sin sus padres por tres años, seguía sin saber mucho de cocina y ahora tenía que alimentar a dos niñas. Acabó aprendiendo, pero nunca fue su fuerte.

Motion Sickness (Satosugu)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora