SE HA IDO

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El silencio era apabullante.

Y era sorprendente lo mucho que odiaba ese hecho.

A pesar de haber estado echado sobre su cama sin ninguna manta que le protegiera del frío de la madrugada, a Deidara le impresionó un poco que las bajas temperaturas no le molestaran tanto como el opresivo silencio que se había apoderado de su casa, transformandola en un pesado y estrecho cubículo cuyo único contenido era tan oscuro como el vacío que le corroía el corazón.

Aquel mismo sentimiento le impedía canalizar el frío como debería – aún si sus dedos entumecidos pudieran opinar lo contrario – pero no había nada en el mundo, ni siquiera la escasa voluntad de su propia mente, que le hiciera ignorar el silencio.

Se encontraba a oscuras en su habitación, completamente flácido sobre el incómodo colchón que en algún momento fue un lugar agradable. Pero por más que intentó profundizar su respiración, la quietud a su alrededor era inquietante, tan crítica que podía escuchar a la perfección la gotera del lavabo en la cocina, cayendo poco a poco sobre un vaso que había olvidado guardar.

"Tan insoportable... " Apretó los ojos ante la molestia que le provocaba la ausencia del sonido, y posiblemente se hubiera levantado a hacer algo al respecto de no ser porque aquella palabra logró aflorar un montón de recuerdos en su mente, terminando por apagar la poca motivación que logró reunir y devolviendole al mismo sitio con más tristeza que antes.

Se sentía enfrascado en un vórtice, uno cuyo rebose de tristeza seguía siendo tan ensordecedor cómo el día que le vió partir.

Las primeras horas de soledad fueron en su mayoría extrañas y algo sofocantes, repletas de una ansiedad que le dejó sentado en el mismo lugar por más de tres horas, quizás esperando que el fantasma de sus promesas fuera lo suficientemente fuerte como para hacerle recapacitar. Desafortunadamente, aquello al final solo fue una larga espera de la cual no obtuvo ningún resultado más allá del sonido de los animales silvestres cantando al son del mediodía. Ligeros rayos de sol iluminaban su cuerpo, pero él no podía percibir el calor, parecía como si su espíritu se hubiera congelado en el segundo que Itachi se fue, impidiendo que su cerebro pudiera avanzar correctamente.

No recordaba haberse levantado, quitado los zapatos ni mucho menos haber preparado ese plato de comida. Su atención estaba centrada netamente en los cuervos, quizás porque eran los únicos que podían garantizar la supervivencia de aquel cuyo aroma todavía impregnaba sus sábanas. Una parte suya sabía que no era conveniente estar esperando el momento exacto en que su noble espíritu abandonara la tierra, pero como no tenía forma de seguirle físicamente – no sin perjudicar su salud, al menos – lo único que le quedaba era acompañarlo en pensamiento hasta que su final llegara.

Tenía la cabeza ensombrecida, pero igualmente continuó haciendo las cosas que le mantenían ocupado, como retomar sus entrenamientos o creando pequeñas figuras de arcilla, aún si realmente no estuviera muy seguro de lo que estaba haciendo. Mantenerse tranquilo podía parecer un reto en sus condiciones... solo que no fue así en lo absoluto. Al contrario, distraerse con cualquier otra cosa que no fuera la muerte del Uchiha fue una hazaña que logró dominar a la perfección gracias a su propio e incomprendido sentimiento que le instaba a quedarse tranquilo, existiendo a una velocidad mucho más lenta y tortuosa.

Se sentía estancado e indiferente a la vez, como si de pronto ya no pudiera conectar las ideas más sencillas y al mismo tiempo no se preocupase por ello...

Entonces los cuervos se fueron.

Habiendo transcurrido no menos de tres días enteros, las aves que revoloteaban alrededor del terreno graznaron al mismo tiempo, comunicándose entre ellos durante un minuto o dos hasta que finalmente comenzaron a aletear en dirección opuesta a su residencia, pues ya no había ningún contrato que les hiciera quedarse. Deidara les observó partir con una interiorizada sensación de impotencia que bien le pudo hacer gritar, pero la poderosa calma que se había adueñado de su espíritu no se lo permitió. De modo que se quedó observando silenciosamente cómo se iba lo último que podía garantizar la supervivencia de Itachi en aquella pelea. Y supo, mucho antes de perder a los cuervos de vista, que le había perdido para siempre.

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